ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 10 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 4,14-22

Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. El iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos. Vino a Nazará, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor sobre mí,
porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena Nueva,
me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos

y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor. Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy.» Y todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio que hemos escuchado se abre con una anotación del Evangelista: “Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu”. Inicia aquí, en esta región periférica, su misión pastoral. Y Jesús la comienza empujado no por un espíritu de heroico protagonismo, como fácilmente puede sucedernos, aunque nuestro protagonismo es siempre más banal y reducido, sino por la fuerza del Espíritu del Padre. En efecto, Jesús no ha venido para hacer su voluntad sino la del Padre que lo ha enviado. Y con este Espíritu se presenta en la sinagoga de Nazaret. No era la primera vez que entraba allí; Lucas subraya que en realidad solía ir. Pero era la primera vez que entraba con aquel Espíritu y que se expresaba de aquel modo que el evangelista relata. Después de la lectura del pasaje de Isaías que anuncia el adviento del Mesías mencionando las obras de liberación que cumpliría, Jesús se levantó y, dirigiéndose a los presentes, dijo con la autoridad que le venía de la fuerza del Espíritu: “Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy”. Es la primera predicación de Jesús, y debe permanecer como el icono de toda predicación. De la forma como se hizo en Nazaret es como se debe leer y explicar la Escritura. La reacción de los presentes fue inicialmente de maravilla y de estupor, pero después llega la ineludible “turbación” que toda predicación debería provocar, precisamente porque pretende cambiar el corazón. Los nazarenos rechazaron que esa palabra alcanzase su corazón. Primero la bloquearon con su incredulidad. La maravilla inicial se transformó decididamente en hostilidad. Aquellos nazarenos llegaron incluso a plantearse el asesinato de aquel conciudadano suyo que había osado pedirles la conversión del corazón. Es una tentación que no nos resulta ajena, y debemos estar atentos. ¿Qué había sucedido? Los nazarenos no quisieron aceptar que uno de ellos, al que conocían desde la infancia y al que habían visto crecer, pudiera hablar con autoridad sobre su vida y pedir el cambio de sus costumbres y convicciones. También nosotros podemos resistirnos al Evangelio, quizá con la excusa de que ya lo conocemos, o de que es bello pero difícil de poner en práctica, y así sucesivamente. Esta actitud no está lejos de la de los nazarenos. Es nuestra forma de despeñar a Jesús por el barranco. Y el “año de gracia” que Jesús empezó a realizar, es decir, el fin de toda opresión en nuestra vida y en la vida del mundo, retrasa su venida por nuestra culpa.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.