ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 30 de mayo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 16,20-23

«En verdad, en verdad os digo
que lloraréis y os lamentaréis,
y el mundo se alegrará.
Estaréis tristes,
pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste,
porque le ha llegado su hora;
pero cuando ha dado a luz al niño,
ya no se acuerda del aprieto
por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora,
pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón
y vuestra alegría nadie os la podrá quitar. Aquel día
no me preguntaréis nada.
En verdad, en verdad os digo:
lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La amistad con el Señor no es una dimensión previsible y no sólo por la enemistad del mundo, sino también porque requiere un verdadero renacimiento, como por lo demás el propio Jesús le dijo a Nicodemo. Por esto ahora Jesús compara la fe, o el vínculo de confianza con él, con un parto, que es fruto de una gestación larga y agotadora. La fe no es el resultado repentino de los que se creen geniales y por tanto dispuestos a creer, ni tampoco es el resultado espontáneo de una condición normal. Podríamos decir que es palpable aquí el hecho de que uno no nace cristiano, sino que uno se hace cristiano e incluso con algún empeño. De hecho, al igual que en la gestación la mujer participa personalmente en el crecimiento de una nueva vida acogida en su seno, pero al mismo tiempo el desarrollo del niño no es fruto de su habilidad ni de ninguna virtud, así la Palabra de Dios, si se acoge en el corazón, crece y se desarrolla, produce una nueva vida no porque seamos especialmente merecedores de ella o mejores, sino porque actúa con poder en quien la acoge y la hace actuar, a pesar de miles de dificultades. Entonces no hay que dejarse abatir por la dificultad con la que a veces nos fatigamos para acoger la Palabra, mientras es tan fácil dejarla escapar lejos de nosotros como algo previsible o inútil. Este trabajo paciente nos dará una interioridad más profunda, es decir, la capacidad de saborear la dulzura de cada Palabra que nos llega del Evangelio, y también la amargura cuando nos obliga a cambiar los pensamientos y las costumbres. Este es el regalo del que habla el Evangelio, que nadie nos puede negar ni quitar porque es fruto de la fidelidad en la escucha que cada uno puede vivir, si así lo desea.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.