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Domingo de la Ascensión Leer más

Libretto DEL GIORNO
Domingo 1 de junio

Homilía

"Galileos, ¿por qué permanecéis mirando al cielo?". La pregunta de los dos hombres vestidos de blanco sorprende a los apóstoles oprimidos por un sentimiento de vaciedad, atrapados entre la nostalgia del pasado y el desaliento del presente. Dominados como están por ellos mismos y por su soledad, ya no piensan en Jesús. Su cielo está realmente cerrado porque contemplan su abandono sin esperar ningún consuelo. El cielo que miran los apóstoles no es el de la Escritura, sino su futuro sin esperanza. Es un cielo cerrado y por eso inevitablemente vacío: de ese cielo no proviene la voz de Dios, no se ven en ese cielo ni ángeles que suben y bajan, ni el hijo del Hombre. Y a pesar de eso los discípulos insisten en fijar su mirada en ese cielo. Sucede lo mismo con nosotros cuando miramos al cielo sabiendo ya lo que podemos esperar de él o cuando pensamos en el cielo solo de manera negativa como abstracción y huida de la concreción del día a día concreto. Pero la voz que revela la inutilidad de ese modo de mirar al cielo es la voz de los ángeles. La Palabra de Dios nos aparta de una manera falsamente religiosa de mirar al cielo.
La Palabra de Dios nos aparta de la atención por nosotros mismos y de las proyecciones que hacemos de nosotros mismos y que incluso hacemos subir hasta el cielo. La palabra de Dios nos invita a mirar a Jesús, no la vaciedad de nuestro cielo. El cielo de Jesús no está cerrado. La fiesta de la Ascensión nos dice que el cielo ya no está vacío, sino que es el lugar del que debemos esperar el retorno de Jesús: "volverá así tal como le habéis visto marchar al cielo". Esperar significa creer que él realmente está oculto "a sus ojos" pero que está vivo y volverá. Si Jesús ya no está entre nosotros no es porque se ha evaporado; al contrario, su presencia se ha difundido: está con nosotros y también con el mundo entero. Ese es el sentido del misterio de la Ascensión. Jesús, pues, más que alejarse del mundo, se ha negado a estar de manera limitada entre los hombres. Se ha negado a que lo poseamos, a que lo encerremos en nuestro reducido cielo. Por eso el cielo –el nuestro, no el de Dios– se nos presenta vacío y somos incapaces de verlo. Podemos alzar los ojos como los apóstoles sin ver nada, porque vemos solo lo que queremos ver: la confirmación de los sentimientos tristes que hay en nuestro corazón.
El mensaje de la Ascensión es otro. El ángel nos invita a seguir a Jesús que se hace presente en todo el mundo o, si lo preferimos, a hacerlo presente en todos los rincones de la tierra. Esa es la perspectiva misionera en la que debe participar el corazón de todos los discípulos de Jesús. El cielo que debemos mirar es el cielo de toda la humanidad. El Señor nos invita a "ascender" hasta los extremos de la tierra. Y él estará siempre junto a nosotros. Es indispensable que dejemos nuestro pequeño cielo y acojamos la dimensión universal que es propia del Evangelio. Para muchos hombres y mujeres el cielo está cerrado también a causa del pecado de la indiferencia y de la maldad de las que todos somos cómplices. Son las muchedumbres a las que no se les aparecen hombres vestidos de blanco para anunciar que "Jesús volverá". Nosotros no los vemos, del mismo modo que tampoco vemos al Hijo del hombre que asciende al cielo, pero ellos existen. Son aquellos que viven fuera de nuestro pueblo, de nuestra ciudad, de nuestro país. Algunos hablan incluso nuestra lengua, otros tienen un color de piel distinto. Pero Jesús subió al cielo para ellos, para que pudieran formar parte de aquella familia de la que nosotros, por gracia, somos miembros. La Ascensión significa que ya no hay muchos cielos, sino uno solo, el de Dios, el que debe reunir a todos los pueblos en la única familia de Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.