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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo de san Ireneo, obispo de Lión y mártir (130-202). Fue desde Anatolia hasta Francia para predicar el Evangelio. Para los musulmanes empieza el mes del Ramadán. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 28 de junio

Recuerdo de san Ireneo, obispo de Lión y mártir (130-202). Fue desde Anatolia hasta Francia para predicar el Evangelio. Para los musulmanes empieza el mes del Ramadán.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 8,5-17

Al entrar en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos.» Dícele Jesús: «Yo iré a curarle.» Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: "Vete", y va; y a otro: "Ven", y viene; y a mi siervo: "Haz esto", y lo hace.» Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.» Y dijo Jesús al centurión: «Anda; que te suceda como has creído.» Y en aquella hora sanó el criado. Al llegar Jesús a casa de Pedro, vio a la suegra de éste en cama, con fiebre. Le tocó la mano y la fiebre la dejó; y se levantó y se puso a servirle. Al atardecer, le trajeron muchos endemoniados; él expulsó a los espíritus con una palabra, y curó a todos los enfermos, para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús acaba de pronunciar su gran discurso de la montaña y ha empezado su obra pastoral en Cafarnaún, la ciudad que ha elegido como su nueva residencia. Ya ha curado a un leproso por la calle (8,1-4) y ahora entra en la ciudad. Sale a su encuentro un centurión, hombre ajeno al culto y a las tradiciones de Israel. Uno de sus criados está enfermo y corre hacia Jesús; quizás no sabe muy bien cómo presentarle el caso; podríamos decir que no sabe cómo rezar. Pero su corazón está lleno de dolor por aquel criado enfermo que tiene "terribles sufrimientos", le dice. Jesús ve el corazón de aquel hombre y se conmueve. Rápidamente le contesta que irá a su casa para curar al criado: "Yo iré a curarle". Nosotros, en dicha situación, tal vez habríamos aprovechado una generosidad tan grande y gratuita. Aquel centurión no. Se avergüenza aún más: se encuentra ante sí mismo, ante su vida, ante un juicio sobre él; y con espontánea verdad dice que no es digno de que el Maestro vaya a su casa. Se avergüenza ante un hombre tan bueno. Jesús incluso cometería una acción impura yendo a la casa de un pagano. Aquel centurión, emocionado, pronuncia aquellas espléndidas palabras que todavía hoy repetimos en la liturgia: "Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano". Jesús queda maravillado por la fe de aquel centurión y la pone como ejemplo para todos. Y mientras todavía está allí le dice: "Anda; que te suceda como has creído". Y el criado, efectivamente, queda curado tras las palabras de Jesús. Es un ejemplo de la fuerza de la oración hecha con fe: el Señor se ve como obligado a acceder a la petición de aquel centurión. No dice solo como al inicio: "Yo iré a curarle", sino que subraya la fuerza de fe de aquel centurión: "Que pase lo que has dicho". Y no solo curó al criado, escribe el evangelista –"En aquella hora sanó el criado"–, sino también al centurión, que ante aquel Maestro descubrió que era indigno y que había encontrado a aquel que libra de la resignación y de la angustia. Jesús continúa hacia Cafarnaún y entra en la casa donde había decidido alojarse. Allí encuentra a la suegra de Pedro que está en cama con fiebre. La toma de la mano y la cura. El milagro se narra de manera bien simple, como si quisiera subrayar que el mero hecho de dar la mano a un anciano para ayudarlo a quedarse en casa significa curarlo. La escena se cierra con una gran afluencia de enfermos ante la puerta de la casa donde se encontraba, y Jesús los cura a todos. Es una escena que debe interrogar a todas las comunidades cristianas sobre su presencia y su acción en las ciudades de hoy. Todas están llamadas a ser un lugar de acogida y de curación.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.