ORACIÓN CADA DÍA

Todos los Santos
Palabra de dios todos los dias

Todos los Santos

Recuerdo de todos los santos, cuyos nombres están escritos en el cielo. En comunión con ellos nos dirigimos al Señor reconociéndonos hijos suyos. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Todos los Santos
Sábado 1 de noviembre

Homilía

La Iglesia, realmente madre y maestra, que hace todo cuanto puede para llevar a sus hijos a la santidad, sale hoy a nuestro encuentro para presentarnos a todos los santos comunes. Podríamos decir que los santos que hoy recordamos son la muchedumbre de aquellos que, como el publicano, admitieron su pecado, renunciaron a aducir excusas y privilegios, y confiaron en la misericordia de Dios (cfr. Lc 18,10-14). No son héroes, como superhombres de la vida espiritual, a los que se puede admirar pero es imposible imitar. Ellos son hombres y mujeres corrientes, una muchedumbre formada por discípulos de todos los tiempos que han intentado escuchar el evangelio, una muchedumbre formada también por personas no creyentes pero de buena voluntad que se han comprometido a vivir no solo para ellas mismas.
El Apocalipsis, que escuchamos en la primera lectura, revela a Juan una increíble visión: "Miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos” (7, 9). Nadie, sea del pueblo que sea o de la cultura que sea, queda excluido, aunque así lo quiera, de participar en la vida de los santos. Aquella muchedumbre está formada por todos los “hijos de Dios”: es la familia de los santos. No son los hombres “importantes” y valientes, sino los llamados por Dios a formar parte de su pueblo: "Habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11) Se trata de un pueblo de débiles, de enfermos, de necesitados; de gente que está delante de Dios no de pie sino de rodillas; no con la cabeza alta sino inclinada; no con una actitud de reivindicación, sino con las manos extendidas para pedir ayuda.
Somos santos, pues, no después de la muerte, sino ya ahora, desde que entramos a formar parte de la familia Dei, desde que nos separamos (pues "santo" significa "separado") del destino triste de este mundo. Juan, en su primera carta, lo dice claramente: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos” (1 Jn 3,1-2). La santidad es (y debe ser) el compromiso decisivo de la vida de todo creyente; el horizonte en el que inscribir nuestros pensamientos, acciones, decisiones y proyectos, tanto personales como colectivos. La santidad no es un hecho intimista ajeno a la concreción de la historia humana, del mismo modo que tampoco es un paréntesis de nuestra vida; ser hijos de Dios es pertenecer a su familia.
Se trata en realidad de una dimensión que revoluciona la vida de los hombres. En términos evangélicos, la santidad se describe en las bienaventuranzas (cfr. Mt 5, 1-12), que alguien ha definido acertadamente como “la carta constitucional” del hombre del dos mil. Las bienaventuranzas pueden ayudar a los hombres a salir de la tristeza en la que viven. La concepción de la felicidad evangélica, contraria a la de la cultura dominante, es en realidad una indicación preciosa. Es cierto que podemos preguntarnos: ¿Cómo puede alguien ser feliz si es pobre, si está afligido, si es humilde y misericordioso? Pero si observamos con mayor atención las causas de la amargura de la vida, descubrimos que están en la insaciabilidad, en la arrogancia, en el abuso y en la indiferencia de los hombres. El camino de la santidad no es, pues, un camino extraordinario; es más bien el camino cotidiano de hombres y mujeres que quieren vivir a la luz del Evangelio.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.