ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 19 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 19,11-28

Estando la gente escuchando estas cosas, añadió una parábola, pues estaba él cerca de Jerusalén, y creían ellos que el Reino de Dios aparecería de un momento a otro. Dijo pues: «Un hombre noble marchó a un país lejano, para recibir la investidura real y volverse. Habiendo llamado a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: "Negociad hasta que vuelva." Pero sus ciudadanos le odiaban y enviaron detrás de él una embajada que dijese: "No queremos que ése reine sobre nosotros." «Y sucedió que, cuando regresó, después de recibir la investidura real, mandó llamar a aquellos siervos suyos, a los que había dado el dinero, para saber lo que había ganado cada uno. Se presentó el primero y dijo: "Señor, tu mina ha producido diez minas." Le respondió: "¡Muy bien, siervo bueno!; ya que has sido fiel en lo mínimo, toma el gobierno de diez ciudades." Vino el segundo y dijo: "Tu mina, Señor, ha producido cinco minas." Dijo a éste: "Ponte tú también al mando de cinco ciudades." «Vino el otro y dijo: "Señor, aquí tienes tu mina, que he tenido guardada en un lienzo; pues tenía miedo de ti, que eres un hombre severo; que tomas lo que no pusiste, y cosechas lo que no sembraste." Dícele: "Por tu propia boca te juzgo, siervo malo; sabías que yo soy un hombre severo, que tomo lo que no puse y cosecho lo que no sembré; pues ¿por qué no colocaste mi dinero en el banco? Y así, al volver yo, lo habría cobrado con los intereses." Y dijo a los presentes: "Quitadle la mina y dádsela al que tiene las diez minas." Dijéronle: "Señor, tiene ya diez minas." #VALORE! «"Pero a aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí."» Y habiendo dicho esto, marchaba por delante subiendo a Jerusalén.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús, rodeado de mucha gente, llega al final de su viaje y está a punto de entrar en Jerusalén. Alguien cree que ha llegado el momento de la manifestación del reino de Dios en la ciudad santa. La mayoría de la gente lo espera como un acontecimiento de tipo político. Pero Jesús quiere alejar toda ilusión en ese sentido y explica una parábola sobre cómo hay que esperar el reino de los Cielos. Por eso habla de un hombre noble que se va a un país lejano para recibir la dignidad real. Antes de partir, no obstante, llama a diez siervos y confía a cada uno una moneda de oro para que durante su ausencia la hagan fructificar. Aquellos siervos, evidentemente, no son propietarios de aquel dinero, sino únicamente administradores. Y como tales deben dedicarse sabiamente y con energía para hacerlo fructificar. Los dos primeros siervos, al volver el señor, le presentan el fruto de su trabajo. El primero había logrado multiplicar diez veces aquella moneda y el segundo, cinco veces. Ambos oyeron que les decían: "¡Muy bien, siervo bueno!; ya que has sido fiel en lo insignificante, toma el gobierno de diez ciudades". El problema llega con el tercer siervo. Este, por miedo de ocuparse en algo que lo distraería de la atención por sus bienes, escondió la moneda en un lienzo para que no se perdiera. De ese modo, evidentemente, estaba seguro de que no se perdería, pero no dejaba que diera fruto. Pensó que bastaba guardarla, sin sentirse corresponsable de aquella moneda. Así, demostraba realmente poca familiaridad con el señor, e incluso se mostraba ajeno a sus preocupaciones. Era un siervo ajeno a las preocupaciones del señor. Aquella moneda era más una molestia que una responsabilidad y un honor. Su actitud fría y distante, en efecto, se ve claramente en las palabras que le dice al señor cuando le devuelve la moneda. El señor lo reprende duramente. No solo no lo alaba, obviamente, sino que destaca su culpable indolencia y ordena que le quiten incluso la moneda que había guardado. Podemos comparar el señor de la parábola a Jesús mismo. Él confía a sus discípulos la preciosísima "moneda de oro" que es su Evangelio. Es un regalo inestimable que no debemos quedarnos para nosotros mismos ni tenemos que guardar en nuestro pequeño y gran "lienzo". Los discípulos reciben el Evangelio para que estos lo comuniquen a los demás hombres, estén donde estén, y de ese modo llegue pronto y se extienda el reino de amor y de paz que Jesús vino a inaugurar sobre la tierra de los hombres. El gesto del señor de dar la moneda que no había dado fruto al primer siervo indica el gran deseo de que el Evangelio sea comunicado a todos y con la mayor solicitud posible. Por eso Jesús dice al término de la parábola: "a todo el que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará". No es posible seguir a Jesús sin comunicar el Evangelio, sin comunicar el amor por todo el mundo. La indolencia hace que perdamos lo que hemos recibido como regalo. Porque aquel don, por su naturaleza, debe fructificar, debe ser comunicado a todos. Eso es lo que sucede con el amor: si no amamos lo perdemos porque la soledad nos engulle.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.