ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 30 de noviembre

Homilía

Hoy comienza el año litúrgico. No es una réplica de una historia ya conocida. Todos somos muy analfabetos de la vida y de Dios. Y, en cualquier caso, cada año es diferente a otro. Tampoco nosotros somos los mismos. Estar con el Señor no es una repetición siempre igual: se convierte en repetición cuando mantenemos nuestra vida lejos de Él o cuando somos superficiales. Los domingos nos ayudarán a comprender en el hoy el misterio de su presencia entre los hombres. Como toda historia de amor, la de Dios con nosotros también tiene diferentes momentos, todos importantes. Trataremos de revivirlos juntos, para no envejecer, para volver a descubrir, para comprender como niños. Su amor da sentido y futuro a nuestros días. Lo primero que se nos pide, a todos, es esperarle. Dice Jesús: “velad, por tanto, ya que no sabéis cuándo viene el dueño de la casa”. Toda nuestra vida es una espera. Cuando ya no esperamos a nadie, cuando el mañana parece no existir, entonces es cuando empezamos a morir un poco. Cuando dejamos solo a alguien, le ayudamos a morir. A veces pensamos que en el fondo los demás no esperan nada, que no necesitan nada, que están bien así. No es verdad. ¿Quién ayuda a los hombres a esperar? ¿Quién trata de comprender y de responder a la espera del otro, o de pueblos enteros marcados por la guerra y la violencia? ¿Quién anima y responde a la espera de los jóvenes? También por esto debemos estar “vigilantes”. El tiempo litúrgico está acompasado por el tiempo de Dios, o mejor dicho, es el tiempo de Dios que entra en el de los hombres. Y se mide por el misterio mismo de Jesús: comienza con su nacimiento, con la predicación en Galilea y en Judea hasta la muerte, resurrección y ascensión al cielo. Cada Domingo, desde este primero de Adviento hasta la fiesta de Cristo Rey, la Palabra de Dios nos toma de la mano, en cierto sentido nos libera de la esclavitud de nuestros ritmos, y nos introduce dentro del misterio de Cristo, para hacernos partícipes de su misma vida. Con el tiempo litúrgico recibimos el gran don de hacernos contemporáneos de Jesús. Esta es la “fuerza” de los domingos, que hacía decir a los primeros cristianos: “Para nosotros es imposible vivir sin el Domingo”.
“Adviento”, lo sabemos bien, significa “venida”, es decir, el nacimiento de Jesús en medio de nosotros. Y desde tiempos antiguos la Iglesia ha sentido la necesidad de preparar el corazón de los fieles para acoger al Señor. La Liturgia de hoy pone sobre nuestros labios las palabras de Isaías: “¿Por qué nos dejaste errar, Señor, fuera de tus caminos, endurecerse nuestros corazones lejos de tu temor? Vuélvete, por amor de tus siervos. … ¡Ah! Si rompieses los cielos y descendieses” (Is 63, 17. 19). Sí, pidamos al Señor: “Vuélvete, por amor de tus siervos”. Lo necesitamos. Lo necesita el mundo entero. Lo necesitan los países más pobres donde millones y millones de hombres y mujeres mueren de hambre cada día. Lo necesitan las grandes ciudades de los países ricos que marginan a innumerables hileras de débiles, ancianos y enfermos. Lo necesitan los corazones de muchos para que se alejen de la dureza y la violencia, para que se conmuevan por los pobres y los débiles y comiencen a trabajar para construir un nuevo futuro de paz para todos.
Con el profeta gritamos aún: “¡Ah! Si rompieses los cielos y descendieses”. E nuestra oración del Adviento, es la oración universal de este tiempo. El Adviento irrumpe en nuestros días para recordarnos esta invocación del profeta y para hacer nuestros los gritos de muchos que esperan a alguien que les salve de la tristeza de la vida. Estos gritos, con frecuencia alejados de nuestros oídos, son en realidad nuestra verdadera conciencia. Nos ayudan a comprender el sentido concreto del Adviento y nos empujan a no permanecer dormidos en nuestra riqueza y en nuestra avara tranquilidad. Nosotros, que estamos tan maleados, quizá hemos extraviado el sentido de la espera; estamos convencidos de que no vendrá nadie a salvarnos. Por tanto, a resignarse y que cada uno piense en sí mismo. ¡Qué triste una sociedad sin Adviento, sin un poco de inquietud! Dios no deja que se marchite nuestra vida; no quiere que vaguemos como quien camina sin saber hacia dónde; no deja sin forma la arcilla, el barro de nuestra vida. Rompe los cielos y se convierte él mismo en el camino hacia el cielo. Nos hace descubrir el deseo de cielo, de esperanza, que hay en cada uno de nosotros y en cada hombre. Y cuando esperamos a alguien en nosotros hay esperanza, es más, la alegría de la espera. Y el primero en alegrarse es el Señor que viene a nuestro encuentro para estar con nosotros. Él viene como alguien que nos ama. Lo que nos pide el Adviento es hacer espacio en nuestro corazón al Señor que viene.
Él se acerca a la puerta de nuestro corazón. Debemos vigilar en este tiempo como cuando esperamos a alguien que debe volver a casa y estamos atentos para sentir su ruido, sus pasos, para poderle abrir de inmediato la puerta de casa. “Mira -dice el Señor en el Apocalipsis- que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). El Adviento nos invita a estar despiertos, a no dejarnos sorprender por el sueño. Despertémonos del torpor dulce de quien se cree justo porque ya ha hecho mucho; del sueño triste del pesimismo, por el que no vale la pena hacer nada; del sueño agitado y siempre insatisfecho de nuestros afanes y nuestras afirmaciones. Despertémonos del sueño distraído de quien ya no escucha; del sueño del impaciente que quiere todo de inmediato, que no sabe esperar, que se desilusiona y duerme. Digamos en cambio al Señor: “Ven señor Jesús, ven pronto, concede consolación y paz. Rasga los cielos y abre un futuro para quien está aplastado por el mal. Líbranos del amor por nosotros mismos que duerme el corazón. Enséñanos a estar atentos para reconocerte y abrirte la puerta del corazón, dulce huésped, amigo de siempre, esperanza nuestra”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.