ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 14 de diciembre

Homilía

“Estad siempre alegres”. Con esta firme invitación del apóstol se abre la liturgia de este Domingo, llamado Gaudete, Domingo de la alegría. “Estad siempre alegres”, aconseja Pablo, “Orad constantemente. En todo dad gracias”. La alegría es posible si, como hacen los niños, nos confiamos a Él que está a punto de venir. Él viene porque quiere salvarnos del pecado y darnos su misma alegría. Esta es la voluntad de Dios que está en la raíz del misterio de la Navidad, del nacimiento del Hijo. Pero a nosotros, que estamos tan apegados a nuestras tortuosidades y a la dulce prisión del amor solo por nosotros mismos, nos cuesta elegir vivir en la alegría y en el gozo. Por el contrario, estamos siempre dispuestos a secundar nuestros humores y nuestros instintos egocéntricos; nos fiamos de ellos, los contrastamos poco, y fácilmente los confundimos con la verdad de nuestra vida. ¡Y nuestros humores son con mucha frecuencia poco alegres, inclinados al lamento, llenos de preocupaciones, atraídos por el pesimismo, alimentados de desconfianza! Según esta invitación tan apasionada del apóstol, la alegría no es una conjura favorable sino una decisión que estamos llamados a hacer. Siempre. Alegres, gozosos, no porque seamos imperturbables o inconscientes, sino por la conciencia fuerte y vigorosa del Adviento de Dios. Es Él quien libra de la tristeza y quien se lleva del corazón las muchas raíces de amargura. Él es la razón de nuestra alegría.
“Con gozo me gozaré en el Señor, exulta mi alma en mi Dios, porque me ha revestido de ropas de salvación, en manto de justicia me ha envuelto”, canta el profeta. No nos alegremos por nosotros mismos. Es más: probemos por nosotros el sentido de lo poco que somos y de la vanidad del mundo. Pero debemos, podemos, alegrarnos: hemos sido escogidos, nuestra voz no se pierde en sí misma sino que señala al que viene. El humilde se alegra. El rico persigue su propia tristeza, quiere poseer la felicidad; el orgulloso nunca está saciado porque no se deja amar y no se pliega a las razones del otro. Los humildes dejan sitio a alguien que viene. Aprendamos a orarle “constantemente”, dándole gracias por todas las cosas, como actitud y decisión interior en la vida cotidiana. La alegría es la primera forma para no dejarse desanimar por el mal, para ser libres de él. ¡Y la alegría comunica amor, nos hace sensibles y atentos a las verdaderas tristezas del mundo y de los hombres! Un rostro alegre acoge, sostiene, atrae. ¡Qué fácil es, por el contrario, entristecer al otro! Estemos alegres porque viene el perdón que desata de los lazos con el pecado. ¡Podemos ser diferentes a como somos! Nadie cambia solo por sus esfuerzos, sino porque, por gracia, es asociado con el Adviento de este reino que irrumpe en la historia humana, con el espíritu que nos consuela y nos cambia. Estemos alegres para empezar a disociarnos de un mundo que reduce todo al cinismo, que piensa que lo sabe todo y todo lo juzga pero sin amor, víctima de su propio pesimismo, a la búsqueda de esperanzas, pero en el fondo prisionero de los cálculos.
Ante la falta de profetas -¡verdaderamente son raros en nuestro tiempo!- nos ponemos a la escucha del Bautista con renovada atención. Él no es el Salvador, y lo dice claramente. Juan no se ha dejado llevar por la gloria y el éxito al ver a tantos que acudían a él. Por mucho menos nosotros nos sentimos pequeños mesías, y en todo caso queremos estar siempre en el centro de la atención. Sin embargo, en su humildad, tampoco se echa atrás ni se esconde; es más, consciente de la responsabilidad que le ha sido confiada, afirma ante todos: “Yo soy la voz del que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor”.
A la lección de humildad le sigue la de la responsabilidad; una responsabilidad especial: ser “voz”. Todo cristiano debería aplicarse a sí mismo las palabras de Juan: “Yo soy la voz”. Por constitución los creyentes son “voz”, es decir, anunciadores del Evangelio. Aquí está la raíz de la tarea de evangelización que pende sobre todo discípulo. Pablo, consciente de tal responsabilidad, se advertía a sí mismo: “¡Ay de mí si no predico el Evangelio!” (1 Co 9, 16). Antes que un conjunto de obras, el creyente es una voz, un testimonio. Esta es la verdadera y única fuerza del Bautista. Pero es una fuerza débil. En efecto, ¿qué es una voz? Poco menos que nada: un soplo, basta verdaderamente poco para no prestarle atención, no tiene poderes exteriores que la puedan imponer. Pero, sin embargo, es fuerte, tanto que muchos se agolpan alrededor de esa palabra. El motivo radica en el hecho de que ese hombre no se indica a sí mismo, no habla para atraer hacia sí la atención de los demás, no bloquea a la gente deseosa de curación y salvación a orillas de ese río, aunque sea de aguas benditas. Esa voz nos lleva más allá, hacia alguien más fuerte y poderoso: “en medio de vosotros está uno a quien no conocéis que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia”, dice Juan, y lo sigue afirmando todavía hoy.
Juan Bautista nos reconduce a lo que es esencial, para que no nos extraviemos y orientemos todo nuestro corazón hacia el Señor. Juan es una “voz”. «¿Quién eres tú?», le preguntan los judíos. ¿Qué dices de ti mismo? Cada hombre es un misterio, y el mundo muchas veces lo vulgariza, porque debe definir, analizar y catalogar. Juan no multiplica interpretaciones, no es indulgente con las cambiantes y a veces contradictorias palabras sobre sí mismo. Para decir quién es necesita a otro que dé sentido a su vida, necesita al que es la palabra, que es la primera y última letra de toda palabra nuestra: Jesús. Juan es fuerte porque su vida tiene sentido si es útil para otro, para aquel a quien prepara el camino y renueva los corazones. Da testimonio. Su fuerza no es para resplandecer por sí mismo, sino para que la luz se vea. ¡Y Dios es luz que ilumina incluso las tinieblas más espesas! Juan grita, anuncia el Evangelio. No atrae la atención hacia sí, según un protagonismo tan prepotente y normal. Su voz evoca, indica a alguien que ya está “en medio de vosotros”, y “a quien no conocéis que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia”. Nuestra voz puede hacer florecer la vida en el desierto. Nosotros, hombres comunes, estamos llamados a hacer que muchos que encontramos conozcan al que está en medio de los hombres. Débiles, somos fuertes. Tristes, estamos alegres. Porque el Señor viene, hace germinar la tierra, la convierte de nuevo en un jardín, su jardín. ¡Ven pronto, Señor Jesús!

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.