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Domingo de la Santa Familia
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Domingo de la Santa Familia

Domingo de la Sagrada Familia
Recuerdo de los santos inocentes. Oración por todos los que mueren víctimas de la violencia, desde el seno de la madre hasta la edad anciana.
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de la Santa Familia
Domingo 28 de diciembre

Homilía

Han pasado pocos días desde la Navidad y la liturgia nos lleva a Nazaret para encontrar a la familia de Jesús. La Iglesia parece sentir la necesidad de subrayar que también Jesús necesitó una familia, estar rodeado del cariño y la premura de sus seres queridos. En honor a la verdad, los Evangelios dan poco espacio a la vida familiar de Jesús y solo refieren algunos episodios de su infancia; sin embargo proyectan su luz sobre los treinta años vividos en Nazaret. La frase final del pasaje evangélico que hemos escuchado es como la síntesis. Escribe Lucas: “Vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 51-52). Estas pocas palabras valen para los treinta años de “vida oculta” en Nazaret.
A nosotros, enfermos de un ambiguo eficientismo y de un sospechoso buenismo, nos surge de inmediato la pregunta: ¿por qué ha vivido Jesús tanto tiempo de forma escondida? ¿No habría podido emplear aquellos años, o al menos una parte de ellos, de forma más fructífera, anunciando el Evangelio, curando a los enfermos, en definitiva, ayudando lo más posible? Si prestáramos más atención al Evangelio quizá escucharíamos esta respuesta: “tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8, 33). Cierto es que aquellos treinta años nos permiten comprender aún mejor las palabras de Pablo: “Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre” (Fil 2, 7). Jesús vivió en familia, como todos, como para decir que la salvación no es ajena a la vida ordinaria de los hombres. Quizás también por esto la Iglesia ha considerado “apócrifos” todos aquellos relatos creados a partir de la tierna curiosidad de los primeros cristianos que querían dar un carácter extraordinario y milagroso a la infancia y adolescencia de Jesús.
Por el Evangelio sabemos que la vida en Nazaret está marcada por la normalidad: no hay milagros o curaciones, no se narran predicaciones, no se ven multitudes que acuden; todo sucede “con normalidad”, según las costumbres de una pía familia israelita. Pues bien, la festividad de hoy nos sugiere que también aquellos años fueron santos. La Familia de Jesús era una familia normal, compuesta por personas que vivían del trabajo de sus manos; no vivían, por tanto, ni en la miseria ni en la abundancia, tal vez con una cierta precariedad. Sin embargo, no hay duda de que eran ejemplares: se querían realmente, aunque no faltaron incomprensiones, reproches e incluso correcciones, como se deduce por ejemplo del episodio del extravío en el templo.
Desde luego, José y María observaban las tradiciones religiosas de Israel, y sentían la obligación de educar a Jesús. Sabían por la Escritura: “Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado” (Dt 6, 6). Sería útil recorrer las tradiciones religiosas de una devota familia judía del tiempo para poder comprender aún más la vida de Jesús y de la familia de Nazaret. Nos conmoveríamos también nosotros si conociéramos las oraciones que los tres recitaban por la mañana y por la tarde; nos edificaría saber cómo Jesús adolescente afrontaba las primeras citas religiosas y civiles, y cómo trabajaba con José como un joven obrero; y luego también su compromiso en la escucha de las Escrituras, en la oración de los salmos y en tantas otras costumbres. Y ¡cuánto podrían aprender las madres de las preocupaciones de María hacia aquel hijo! ¡Cuánto podrían aprender los padres del ejemplo de José, hombre justo, que dedicó su vida a sostener y a defender al niño y a la madre y no a sí mismo!
Pero hay una profundidad en aquella familia que permaneció oculta a los ojos de sus contemporáneos, pero que a nosotros el Evangelio nos revela, y es la “centralidad” de Jesús en aquel núcleo familiar: “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia”, advierte el evangelista. Este es el “tesoro” de la “vida oculta”: María y José acogieron a aquel Hijo, lo custodiaron y lo vieron crecer en medio de ellos, es más, dentro de su corazón, aumentando a la par su cariño y su comprensión. Esta es la razón por la que la Familia de Nazaret es santa; y en esto muestra también a nuestras familias el camino de la santidad. Necesitamos que Jesús crezca en nuestro corazón y en nuestra vida y que crezca también en la historia humana. Jesús debe crecer todavía en la vida de las familias, de nuestra sociedad, y de nuestro corazón.
En este contexto se puede insertar el episodio de Simeón y Ana; por otra parte un episodio rico en significados. Reuniendo las escenas evangélicas de la infancia, ellos completan la familia de Jesús, podríamos decir en cierto modo que son como los miembros ancianos. En su vejez, Simeón y Ana acogen a este Niño y se transfiguran. Simeón se colma de consolación y se considera saciado de días; Ana se pone a hablar del Niño a todos los que encuentra, reencontrando así una segunda juventud. Uno siente crecer al Señor en su corazón y la otra hace crecer a Jesús en el corazón de quien la escucha.
Cuando se acoge el Evangelio y se le deja crecer, la vida rejuvenece, recupera vigor y da fruto. Es lo que le ocurrió a la otra familia de la que nos habla la Liturgia: la familia de Abrahán: “Y creyó él en el Señor” – escribe el libro del Génesis, que también retoma la carta a los Hebreos-, lo acogió en su vida y se convirtió en padre de creyentes. Su fe fue poderosa, más fuerte que la sonrisa escéptica de Sara, hasta el punto que desafió la esterilidad de ella: por la fe de Abrahán la anciana y resignada Sara concibió al hijo de la descendencia.
Nazaret, aldea periférica de Galilea y lugar de la vida cotidiana de la Sagrada Familia, representa toda la vida del discípulo que acoge, custodia y hace crecer al Señor. No es casualidad que Nazaret signifique “La que custodia”: Nazaret es María, que “conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón”, es la patria y la vocación de todo discípulo. Aunque el mundo siga diciendo: “¿Puede venir de Nazaret algo bueno?”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.