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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
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Domingo 11 de enero

Homilía

La fiesta de hoy es otra Navidad, otra Epifanía. En efecto, Dios no se cansa de dejarse ver para que todos los que le buscan lo puedan encontrar. Es paciente, porque quiere ser acogido. Es insistente, como un enamorado. Pero debemos temer el doloroso y terrible “vino entre los suyos, pero los suyos no le recibieron”. Dios se muestra porque quiere abrir el cielo a los hombres de la tierra. El cielo es el futuro, la felicidad, la esperanza que se realiza cuando la soledad ha sido vencida y el dolor consolado. El cristiano es hombre de la tierra, como todos, como también Jesús lo ha escogido con su encarnación; pero está destinado a ser hombre del cielo. Es por esto por lo que Jesús ha venido a la tierra: para llevar a los hombres al cielo. Hoy es la fiesta del bautismo, la fiesta de los que él hace hijos. Podríamos decir que es la fiesta del cielo que se abre sobre la tierra. Muchos, muchísimos hombres y mujeres sienten lo inhumana e insoportable que es la tierra y buscan una esperanza: “¡Si rasgaras los cielos y descendieras!”. Es la petición de estos tiempos difíciles y llenos de amenazas. Es la petición de quien vive en el dolor y ve cómo la enfermedad desfigura su cuerpo. Es la petición de tantos ancianos, cuya condición recuerda la debilidad que es común a todos. Es la petición de aquéllos cuya vida se deja caer, que ya no tiene sentido, golpeada por el viento impetuoso del mal. ¡Y qué fácil es perderse, dejarse llevar, sentirse un peso cuando no se es amado! Es la petición del cielo.
Para nosotros es la tercera vez que, en pocos días, se abren los cielos y podemos escuchar la voz que nos muestra, en aquel Niño recostado en el pesebre que se ha convertido en un joven adulto, al Hijo predilecto de Dios, el Salvador nuestro y del mundo entero. Se han abierto los cielos y el Espíritu Santo se ha posado sobre él, como una paloma que finalmente encuentra su nido. Se podría decir que el Poder de Dios ha encontrado finalmente su casa. No es que el Espíritu del Señor antes no estuviera. Estaba desde la creación cuando: “un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1, 2), y después siguió presente en los hombres santos y espirituales, en los profetas, en los justos, en los testigos de la caridad, tanto de Israel como de otras religiones. Pero en Jesús el Espíritu encuentra su morada plena y definitiva. De hecho, desde aquel momento empieza un hecho absolutamente nuevo y único. Lo sintetiza bien el autor de la Carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1,1).
Después del Bautizo Jesús comienza a hablar. Se podría decir que salió del agua con una vocación nueva, con una urgencia nueva. Obviamente, no era cuestión de bondad o de santidad de vida; sin duda, durante treinta años en Nazareth Jesús fue ejemplo para todos. En definitiva, no es que con el Bautismo Jesús se volviese más bueno. El día del Bautismo nació a una nueva vida, a una misión nueva: ya no tuvo más tiempo de pensar en sí, en sus seres queridos, en su casa, en sus preocupaciones de siempre. Su ansia, su inquietud, su razón de vivir es el anuncio del Reino de Dios, la curación de los enfermos y la ayuda a los pobres. En efecto, al salir del Jordán Jesús fue como devorado por un fuego, por una nueva energía que le empujaría a pasar por ciudades y aldeas anunciando en todas partes el Evangelio del Reino, y curando toda enfermedad y dolencia: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla! (Lc 12, 49). Apenas bautizado, Jesús salió del agua y se abrieron los cielos y una voz desde el cielo dijo: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”. Los cielos se abren. En efecto, mucho antes que cosas materiales, todos los hombres necesitan amor. Desgraciadamente hoy se ejerce como una violencia contra nosotros mismos: consumir cosas sin descanso parece haberse convertido en el ideal de vida que, sin embargo, destruye la propia existencia. Con la predicación de Jesús después del Bautismo, Dios se hace más cercano, el futuro de paz ya no es inalcanzable, la esperanza no se ha terminado, el hombre no está aplastado sobre la tierra, no es prisionero de un destino triste. Cada uno de nosotros se convierte en hijo, amado y custodiado. Los discípulos del Señor no se vuelven autónomos, obligados a confiar en sus fuerzas, tristemente autosuficientes, desconfiados y temerosos del otro. Ellos son sobre todo hijos de un Padre bueno. Y tienen muchos hermanos, los de la fe. Y todos amados, es más, predilectos.
El amor de Dios es personal, único, sin otro fin que el del amor con Él. Este es el futuro que Dios hace ya presente y que ofrece a todos, especialmente a aquellos cuya vida parece haber perdido todo valor e importancia. Nosotros somos suyos para siempre, ungidos con el aceite, hemos recibido el sello de Dios en la frente y en el alma. Además el cristiano no es nunca hijo único, porque Dios es Padre de todos. Cada bautizado recibe hermanos y hermanas. Y está llamado a ser hermano, es decir, a enriquecer la fraternidad, a tejer amistad, a cultivar la solidaridad. No es fácil ser hermanos. A veces parece más fácil ir solos, se ahorran desilusiones –dice alguno-. El cristiano está llamado a abrir la vida cotidiana con el amor, que es de Dios. Y la vida se vuelve santa cuando escuchamos al Señor, cuando la amistad nos lleva junto al otro, cuando un anciano solo es amado, cuando una lágrima es consolada, cuando un vagabundo se siente llamado por su nombre, cuando un pobre es ayudado, cuando un enfermo recibe las medicinas y es visitado, cuando los gestos buenos llegan a los que están solos y les hacen sentir amados. Hoy, a todos nosotros que nos hemos vuelto niños en la pila bautismal, generados como hijos, el Señor no nos pide grandes discursos o promesas, solo un corazón capaz de dejarse querer y de responder lo que Dios, padre bueno, quiere escuchar: “Te amo”, para aprender a amar a todos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.