ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 12 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 1,1-6

Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les supera en el nombre que ha heredado. En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré para él Padre, y él será para mi Hijo? Y nuevamente al introducir a su Primogénito en el mundo dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Carta a los Hebreos -tiene los rasgos de una predicación dirigida a los cristianos de la primera generación que estaban viviendo un momento especialmente difícil- se abre con una mirada general sobre la historia de la salvación. Se ve de inmediato que el protagonista de esta historia es Dios mismo. En efecto, es él quien ha escogido dialogar con el hombre desde los tiempos antiguos y de diferentes formas, sobre todo a través de los profetas. Resulta claro que el Dios de la Biblia ha decidido dialogar con los hombres. No se queda solo y alejado. Ha querido y sigue queriendo el diálogo con los hombres. La Sagrada Escritura no es otra cosa que la narración de este diálogo, es más, es el diálogo que continúa con todos los que la abren.
En este sentido podemos decir que la espiritualidad del creyente consiste sobre todo en la escucha de la Palabra que Dios nos dirige. El creyente es el que escucha. No es casualidad que el autor de la Carta a los Hebreos se lamente de la pereza de los cristianos en escuchar las Escrituras. Y a base de no escuchar se vuelven en “torpes de oído” (5,11). Para Israel también fue fundamental escuchar a Dios. Es más, su historia empezó precisamente cuando Dios decidió hablar a los antiguos padres de Israel: “Muchas veces y de muchas maneras, destaca el autor, habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los profetas”. El Señor jamás ha dejado que faltase su Palabra al pueblo de Israel, tanto en los momentos felices como en los momentos de dolor. Y si ha habido momentos difíciles y duros en la historia del pueblo elegido, se han producido cuando el pueblo hacía oídos sordos a las palabras de Dios. El Señor -y este es el corazón del nuevo tiempo que Dios mismo ha inaugurado- «en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo». El Padre que está en los cielos, impulsado por un amor sin límites, envió a los hombres la Palabra que «en el principio… estaba junto a Dios», como escribe el Prólogo de Juan. Esta Palabra que se dirigía a Dios y que estaba ligada a Él de manera total, se ha dirigido también a nosotros: se ha hecho carne y ha puesto su tienda en medio de los hombres. Este es el misterio revelado que debemos acoger: en estos últimos tiempos Dios ha elegido hablarnos directamente, sin intermediarios, a través de su propio Hijo. La Carta a los Hebreos se abre con un himno a la fuerza del Hijo, “resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa”. Prosigue después con una interpretación cristológica de los salmos en el versículo 5: “¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo?”. Es un himno sobre la glorificación de Jesús que, por contraste, evoca el del rebajamiento de Jesús que aparece en la Carta a los Filipenses. La Carta a los Hebreos no recuerda el rebajamiento y canta la entronización de Jesús “a la diestra de la Majestad en las alturas”. La Palabra que estaba en el origen de la creación se ha hecho carne. Y nosotros, a través suyo, podemos entrar en diálogo directo con Dios. Esta relación directa con Dios nos salva de la soledad y de la muerte. Escucharle, obedecerle, hablarle, actuar según su voluntad, es el misterio de nuestra salvación y la del mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.