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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo de san Antonio abad. Siguió al Señor en el desierto egipcio y fue padre de muchos monjes. Jornada de reflexión sobre las relaciones entre judaísmo y cristianismo. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 17 de enero

Recuerdo de san Antonio abad. Siguió al Señor en el desierto egipcio y fue padre de muchos monjes. Jornada de reflexión sobre las relaciones entre judaísmo y cristianismo.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 4,12-16

Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta. Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos - Jesús, el Hijo de Dios - mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El autor -este singular predicador- alaba la Palabra de Dios que es “viva y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón”. Ella nos comprende mucho más de cuanto nosotros nos comprendemos a nosotros mismos. Por esto el creyente está invitado a confiar en ella si quiere conocer la profundidad de su corazón; y debe escucharla si desea vivir la paz y la salvación para sí y para el mundo. De hecho, en la Escritura es Dios mismo quien habla a los suyos. También a nosotros, hoy. La Palabra es luz para nuestros pasos y para los de quien se deja iluminar: “No hay criatura invisible para ella: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta”. Claro, cuando se escucha la Palabra de Dios y se hace propia ella penetra dentro del alma y la corta, la divide, porque nos lleva a ver el mal que hacemos y el bien que no perseguimos. Pero quien acepta hacerse discípulo de la Palabra y cambia su vida para conformarla a los sentimientos de Dios, encuentra misericordia, es decir, perdón, gran alegría y amistad con Dios y con los hermanos. En la segunda parte del pasaje hay una afirmación del predicador que quiere reconfortar a los lectores cristianos que están viviendo un momento difícil de su vida a causa de las fuertes oposiciones de los ambientes hostiles al Evangelio. El autor les recuerda que tienen «un sumo sacerdote que ha atravesado el cielo». El título de «sumo sacerdote», que Jesús ya había recibido anteriormente (2,17) ahora se desarrolla de forma más amplia. Los creyentes deben reforzar la confianza en la ayuda de Dios. Por esto son invitados a acercarse con confianza y sin temor al Señor, ciertamente son escuchados porque tienen un «sumo sacerdote» que les comprende, es más, lleno de compasión y que sabe presentar a Dios la vida de los discípulos que se ha endurecido. Jesús conoce bien nuestras dificultades y nuestras debilidades porque él mismo «ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado». Su compasión por nosotros –insiste la Carta– nace del hecho que él vino a habitar en medio de nosotros y conoció en su propia carne nuestra debilidad, excepto el pecado. Pero no nos ha despreciado. Al contrario, ha hecho suya nuestra debilidad para librarnos de ella. Podríamos decir que la ha comprendido desde dentro. Y, en su compasión, la ha llevado con su cuerpo hasta el cielo. Por eso el autor exhorta: «Acerquémonos confiadamente al trono de gracia». Dios no solo nos escuchará sino que nos auxiliará y nos ayudará. El autor incluye a Jesús en la línea de los sacerdotes que reciben dicho ministerio por pertenencia familiar. No lo sitúa en la descendencia de Moisés, de Isaías, de Jeremías, de Ezequiel y de los demás profetas, sino en la de Aarón. Jesús ha sido constituido como sacerdote, heredando de Dios, del que fue engendrado como hijo, este ministerio.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.