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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 1 de febrero

Homilía

Jesús elige como morada Cafarnaún, una ciudad en medio de una importante arteria que unía dos grandes centros urbanos, Tolemaida y Damasco, la ciudad más significativa de la Galilea. Desde allí Jesús comienza su misión apostólica, y lo hace desde la sinagoga. Se pone manos a la obra inmediatamente, sin dudarlo, y con la clara intención de enseñar a aquellos habitantes la sabiduría y la fuerza de cambio del Padre. Además, había venido para eso, para cambiar el mundo, para liberarlo de la esclavitud del pecado y del mal. El Evangelio es levadura de una nueva vida para todos, no está reservado solo para algunos ni debe quedarse al margen de la vida humana, en el ámbito privado de individuos o de grupos. El evangelio es para la renovación de vida entera de las ciudades y del mundo. Podríamos decir que el mensaje evangélico es social por naturaleza, es para todos.
El evangelista Marcos, a diferencia de Mateo y Lucas, no relata el comienzo de la predicación con la enseñanza de las bienaventuranzas. Prefiere subrayar la autoridad con la que Jesús comunicaba el Evangelio, y las consecuencias que se derivan de él. Señala claramente que los presentes en la sinagoga “quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”. Cafarnaún estaba llena de escribas y de doctores de la ley, pero nadie hablaba con la autoridad con la que hablaba Jesús. No se podía permanecer indiferente ante sus enseñanzas: los que escuchaban se veían como forzados a tomar una decisión. Por el contrario, los numerosos escribas, a los que no les faltaban palabras, dejaban a la gente a merced de sí misma o de las modas del momento.
Bien mirado, también nosotros vivimos hoy una situación análoga. Nuestras ciudades están como sumergidas en una profunda crisis de valores y de comportamientos. A menudo dentro de la misma persona conviven convicciones diferentes, retazos de culturas a veces contradictorias. Se podría decir que una de las características de nuestra sociedad contemporánea y de nuestras ciudades es la de tener muchas, o quizá ninguna cultura, hasta poder afirmar la hipótesis de un modelo de ciudad politeísta más que secular. Cada uno parece tener su propio dios, su templo, su escriba y su predicador. El problema de la ciudad politeísta consiste precisamente en la ausencia de un “maestro”, es decir, de alguien que enseñe con autoridad. Al final queda un único “dios”, uno mismo, y sobre su altar se celebran sacrificios de todo tipo. Existe una especie de carrera hacia la “egolatría”, la locura de adorarse solo a uno mismo, a merced de innumerables “espíritus inmundos” que nos hacen ir agitadamente a donde ellos quieren, engañándonos con la ilusión de que ejercemos nuestra libertad, cuando en cambio se trata de una esclavitud a sentimientos egocéntricos.
En el hombre poseído por un espíritu inmundo del que nos habla Marcos no es difícil leer al hombre y la mujer contemporáneos. Y no debemos olvidar que también nosotros somos hijos de esta sociedad. ¡Cuántos “espíritus inmundos” someten el corazón de tantas personas! Y como en aquella ocasión, no soportan que se les moleste en sus dominios. En el episodio narrado por Marcos los espíritus que poseen a aquel hombre gritan a Jesús: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazareth?” Es la oposición radical a quien quiere perturbar su poder incondicional en el corazón del hombre. No se oponen en abstracto a la obra de Jesús, sino que critican que intervenga en su vida personal. En definitiva, es la oposición radical a la autoridad del Evangelio en la vida. Y esto sucede cada vez que impedimos que el Evangelio cambie el corazón o hable con autoridad sobre los comportamientos.
Jesús ha venido a liberar a los hombres de toda esclavitud. Por esto, gritando con fuerza, dice: “¡Cállate!, sal de él”. Y el espíritu inmundo se vio obligado a alejarse. Ante los innumerables espíritus malvados que someten a los hombres y a las mujeres de hoy se necesita que siga resonando el grito de Jesús contra ellos. Todo discípulo está llamado a recoger este desafío: es decir, proponer nuevamente la autoridad del Evangelio sobre su propia vida y la de los demás. Podríamos decir que es el tiempo de gritar el Evangelio desde los tejados para que se alejen los espíritus que someten a los hombres, y para que crezca una nueva cultura, la de la misericordia. El papa Francisco no deja de recordárselo a todos los discípulos. En efecto, es urgente que toda la Iglesia, todo creyente y la comunidad eclesial en su totalidad, encuentre de nuevo la valentía de volver a proponer el Evangelio “sine glossa”, como decía Francisco de Asís. Solo esta autoridad es la que “manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen” (Mc 1, 27).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.