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Liturgia del domingo
Domingo 8 de febrero

Homilía

El pasaje evangélico narra la primera jornada de Jesús en Cafarnaún. Se presenta como una de sus jornadas tipo. E inmediatamente se nos presenta muy distinta de nuestros días, marcados muy a menudo por la monotonía, la tristeza, la banalidad, y a veces por la ausencia de sentido. Otras veces, sin embargo, son la dureza y el drama de la vida los que dominan nuestras jornadas. Entonces sentimos que son verdaderas también para nosotros las palabras del libro de Job que hemos escuchado en la primera lectura: “El hombre en la tierra cumple un servicio, vida de mercenario es su vida”. Si nuestra mirada se extiende después hacia los que se ven más directamente afectados por la violencia, la injusticia o la guerra (tanto las conocidas como las no pocas, tal vez más locales, de las que nadie habla), el lamento de Job adquiere un valor aún más trágico: “También yo comparto meses baldíos, noches de agobio me tocan en suerte. Al acostarme pienso: «¿Cuándo llegará el día?», y al levantarme: «¿Cuándo se hará de noche? Me harto de pesadillas hasta el alba. ... Recuerda: mi vida es solo un soplo, mis ojos ya no verán la dicha”. La vida de los hombres es realmente dura, nos dice este pasaje de la Escritura.
La “jornada de Cafarnaún” que hoy se nos anuncia en el Evangelio entra en nuestros días para infundirles fuerza y energía, como la levadura que, puesta en la masa, la fermenta por completo. El evangelista narra que Jesús, después de haber expulsado un espíritu inmundo de un pobre hombre mientras se encontraba en la sinagoga, va a la casa de Simón y de Andrés. Quizás buscaba un poco de tranquilidad. Pero en cuanto entra en la casa le dicen que la suegra de Simón está con fiebre. Sin perder tiempo Jesús la cura. No dice ninguna palabra, ni siquiera una oración: la toma de la mano y la levanta. Es una narración simple pero que contiene toda la fuerza victoriosa de Jesús contra el mal (no es casualidad que, para indicar la curación de la mujer, el evangelista use el mismo verbo que usa para la resurrección de Jesús). La respuesta de la mujer -“se puso a servirles”- no es un simple gesto de agradecida cortesía, sino la “diaconía” (este es el verbo utilizado para indicar lo que la mujer se puso a hacer), es decir, el servicio al Señor y a los hermanos.
De alguna forma, en esta curación están presentes todas las demás, tanto las que Jesús hará a lo largo de su vida terrena como las de los discípulos de entonces y de todos los tiempos. De hecho, rápidamente el evangelista amplía la escena y pasa de la curación de una sola persona a la curación de muchos. Es como para decir que Jesús ha venido para luchar contra el mal, contra todo tipo de mal, tanto físico como psíquico o mental. Emerge ya desde aquí –estamos en la primera página del Evangelio de Marcos, y así debe ser también en la vida de la Iglesia- la “compasión” hacia los débiles, los enfermos, los pobres, las multitudes cansadas y abatidas de las que con frecuencia oiremos hablar en los Evangelios de los próximos domingos. Esta compasión resume toda la misión de Jesús. Era aún el mismo día –destaca el evangelista- y “a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta”. Se había puesto el sol y el mundo ya no daba más luz ni esperanza; pero toda la ciudad se había reunido ante aquella puerta, ante la puerta de la casa donde estaba Jesús, donde estaba la única luz que no se ponía. De forma espontánea vienen a la mente los millones de personas golpeadas por la guerra y el hambre, que vagan buscando una puerta a la que llamar. ¿Cómo no pensar también en las puertas de nuestras comunidades eclesiales, a las que frecuentemente llegan tantos pobres y desesperados? ¿Saben estas puertas abrirse para consolar y curar? El evangelista dice que Jesús curó a muchos.
Y cuando todos se hubieron ido, curados y animados, Jesús salió y se fue a un lugar apartado para rezar. Aquel momento era, en verdad, el culmen y la fuente de todos sus días, de todo lo que hacía. Era su obra primera y fundamental. Sí, la oración es la primera obra de Jesús, y así debe ser también para sus discípulos. Podemos imaginar la oración nocturna de Jesús después de que, durante todo un día, había tocado con su propia mano las angustias y las esperanzas de tanta gente. La intimidad con el Padre no era una fuga del mundo y de la vida para gozar finalmente de un poco de tranquilidad, que bien se la habría merecido. Con mucha más verosimilitud aquellos encuentros eran coloquios apasionados (quizá también dramáticos, pensemos tan solo en la noche en Getsemaní) entre el Hijo y el Padre sobre la misión que había recibido, sobre la situación del mundo, sobre la salvación de todos los que Jesús había encontrado y de los que aún debería y quería encontrar. Esto puede explicar su reacción cuando los discípulos, después de llegar donde estaba, le dicen que todo el mundo le busca: “Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique”. Jesús no se detiene en una sola casa, en un solo grupo, en una sola nación o en una sola civilización, y no sale por una sola puerta. Quiere visitar todas las casas porque en todas partes se necesita el Evangelio, empezando por las periferias más alejadas.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.