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Jueves santo
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Jueves santo

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Recuerdo de la Última Cena y el Lavatorio de los pies.
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Libretto DEL GIORNO
Jueves santo
Jueves 2 de abril

Homilía

“Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22,15), dice Jesús a sus discípulos al comienzo de su última cena, antes de morir. En verdad, para Jesús es un deseo de siempre, y también aquella tarde quiere estar con los suyos, los de ayer y los de hoy, incluidos nosotros. Se trata de su último día de vida, la última vez que está con sus discípulos. Les había elegido, cuidado, amado, defendido. Tiene treinta y tres años; está en la plenitud de la vida, sin embargo, en menos de veinticuatro horas estará en el sepulcro. Esta tarde el Señor desea ansía estar con nosotros, ¿y nosotros? ¿Deseamos estar junto a él, aunque sea solo un poco? ¿Sabemos ofrecerle ese poco de compañía y cariño del que es todavía capaz nuestro corazón? Si miramos cara a cara a la realidad, hay que decir que ha sido siempre él quien ha hecho de todo por estar cerca de nosotros, por unirnos al Evangelio. Cuantas veces, como canta un antiguo himno, “quarens me, sedisti lassus?” (“¿Cuántas veces, Señor, te has sentado exhausto por la fatiga de correr tras de mí?”). Esta tarde, la última de su vida, Jesús sigue uniéndose definitivamente a sus discípulos en un supremo impulso de amor.
Hemos escuchado en el Evangelio que Jesús se sentó a la mesa con los Doce, tomó el pan y se lo distribuyó diciendo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Lo mismo hizo con el cáliz del vino: “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros”. Son las mismas palabras que repetiremos dentro de poco sobre el altar, y será el Señor mismo quien invitará a cada uno de nosotros a alimentarse del pan y del vino consagrados. Podríamos decir que Jesús ha “inventado” lo imposible (además, ¿no sabe el amor verdadero crear cosas imposibles?) para quedarse con nosotros, para continuar cerca de los discípulos de todo tiempo. No solo cerca sino en el corazón de los discípulos: se hace alimento por nosotros, carne de nuestra carne. Ese pan y ese vino son el alimento descendido del cielo para nosotros, peregrinos por los caminos de este mundo. Ese pan y ese vino son medicina y apoyo para nuestra pobre vida, curan las enfermedades, nos libran del pecado, nos sacan de la angustia y la tristeza, y no solo eso, nos hacen más parecidos a Jesús, nos ayudan a vivir como él vivía, a desear lo que él deseaba. Ese pan y ese vino hacen surgir en nosotros sentimientos de bondad, de servicio, de afecto, de ternura, de amor, de perdón; los mismos sentimientos de Jesús.
La escena evangélica del lavatorio de los pies que esta tarde se nos ha anunciado muestra qué significa para Jesús ser pan partido y vino derramado por nosotros y por todos. El evangelio según Juan concibe la última cena como una gran parábola del servicio: es la “eucaristía” celebrada en las plazas y las calles del mundo, con los pobres como amigos. Avanzada la cena, Jesús se levanta de la mesa, se despoja de su ropa y se ciñe la cintura con una toalla, después toma un lebrillo con agua, se dirige hacia uno de los Doce, se arrodilla ante él y le lava los pies. Hace lo mismo con cada uno de ellos, incluso con Judas que está a punto de traicionarle; Jesús lo sabe, pero se arrodilla igualmente y le lava los pies. Pedro es quizá el último. Apenas ve a Jesús frente a él reacciona enseguida: “Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?”. ¡Pobre Pedro, no ha entendido nada aún! No ha comprendido que a Jesús no le interesa la dignidad por la que el mundo se afana. Jesús una vez más se lo explica: “¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27). Jesús ama a sus discípulos y a cada uno de nosotros con un amor literalmente ilimitado. La dignidad para Él no está en quedarse de pie, erguido delante de los suyos, su dignidad está en amar a los discípulos hasta el fin, en arrodillarse a sus pies. Es su última gran lección en vida: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”, dice al final del lavatorio. “Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 12-15).
El mundo educa para quedarse de pie y pide a todos permanecer así, y si falta espacio, justifica los empujones que echan fuera a quien nos obstaculiza o a quien constituye un impedimento. El Evangelio del Jueves Santo exhorta a los discípulos a inclinarse y lavarse los pies los unos a los otros. Es un mandamiento nuevo. No nace de nuestras tradiciones, todas ellas sólidamente contrarias a esto. Este mandamiento viene de Dios, es un gran don que recibimos esta tarde. Jesús es el primero que lo pone en práctica. ¡Dichosos nosotros si lo comprendemos! En la Santa Liturgia de esta tarde el lavatorio de los pies es solo un signo, una indicación del camino a seguir: lavarnos los pies los unos a los otros, empezando por los más débiles, los enfermos, los ancianos, los más pobres, los más indefensos. El Jueves Santo nos enseña cómo vivir y por dónde comenzar a vivir: la vida verdadera no es estar de pie, erguidos, firmes en nuestro orgullo; la vida según el Evangelio es inclinarse hacia los hermanos y las hermanas, comenzando por los más débiles. Es un camino que viene del cielo, y sin embargo es el camino más humano que podemos desear. De hecho, todos necesitamos amistad, cariño, comprensión, acogida, ayuda. Todos necesitamos a alguien que se incline hacia nosotros, como nosotros necesitamos inclinarnos hacia los hermanos y las hermanas. El Jueves Santo es verdaderamente un día humano: el día del amor de Jesús que baja hasta los pies de sus amigos; y todos son sus amigos, incluso quien lo va a traicionar. Por parte de Jesús nadie es enemigo, todo para él es amor. Lavar los pies no es un gesto, es un modo de vivir.
Acabada la cena, Jesús se encamina hacia el Huerto de los Olivos. Desde este momento, no solo se arrodilla a los pies de los discípulos, sino que desciende más aún, si es posible, para demostrar su amor. En el Huerto de los Olivos se arrodilla de nuevo, es más, se postra en tierra y suda sangre por el dolor y la angustia. Dejémonos arrastrar al menos un poco por este hombre que nos ama con un amor nunca visto en este mundo. Mientras nos detenemos ante el sepulcro, manifestémosle nuestro cariño y nuestra amistad. Qué amargas las palabras que dijo a los tres que estaban con él en el huerto: “¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?” (Mt 26,40). Hoy es el Señor, más que nosotros, quien tiene necesidad de compañía y cariño. Escuchemos su súplica: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26,38). Inclinémonos sobre él y no le hagamos echar de menos el consuelo de nuestra cercanía. Señor, en esta hora no te daremos el beso de Judas, sino que como pobres pecadores nos inclinamos a tus pies e, imitando a la Magdalena, continuamos besándolos con afecto.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.