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Oración de la Pascua
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Oración de la Pascua

Recuerdo del genocidio de 1994 en Ruanda. Leer más

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Oración de la Pascua
Martes 7 de abril

Recuerdo del genocidio de 1994 en Ruanda.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 20,11-18

Estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.» Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.» Jesús le dice: «María.» Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» - que quiere decir: «Maestro» -. Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.» Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Liturgia nos hace estar aún junto a aquel sepulcro donde había sido depuesto el cuerpo de Jesús, y nos muestra a María Magdalena que está allí, mientras llora la muerte de su Señor. La pérdida de la única persona que la había entendido y que la había liberado de la esclavitud de siete demonios no la ha hecho quedarse en casa petrificada en el dolor y bloqueada en la resignación y en la derrota. Al contrario, la ha empujado a ir hacia el sepulcro para estar junto a él: no podía estar sin su maestro, aunque estuviera muerto. ¡Qué lejos estamos del amor de esta mujer! Lloramos la pérdida del Señor muy poco. María está desconsolada, pero no resignada. Pregunta a todos, a los dos ángeles y al “encargado del huerto” dónde está Jesús. Ella está completamente empeñada en buscar al Señor. No le interesa nada más. Es realmente el ejemplo de la verdadera creyente, de quien no deja de buscar al Señor. Pregunta también al “encargado del huerto”: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré”. María ve a Jesús con los ojos pero no le reconoce. Solo cuando oye que la llaman por su nombre, se le abren también los ojos. Es lo que nos ocurre a nosotros cuando, necesitados de palabras verdaderas, escuchamos el Evangelio. No vemos a Jesús con los ojos, pero el corazón que espera palabras de amor reconoce la voz. Aquel timbre, aquel tono, aquel nombre pronunciado con una ternura que muchas veces le había tocado el corazón, hacen caer la barrera que la muerte había puesto entre ella y Jesús, y María le reconoce al oír la voz. De hecho, el Evangelio no habla de modo genérico, sino que es una palabra de amor que llega hasta el corazón. Se escucha en un clima de oración, dentro de una tensión de búsqueda de sentido, de necesidad de visión. Debemos escucharlo con el corazón de aquella mujer, y si lo hacemos, aunque sea una sola vez, significa no abandonar ya al Señor. La voz de Jesús (el Evangelio) no se olvida, aunque la oigamos un momento, ya no renunciamos a ella. En realidad, la familiaridad con las palabras evangélicas es familiaridad con el Señor: constituye el camino para verle y encontrarle. María se arroja a los pies del Maestro y le abraza con el cariño apasionado de quien ha vuelto a encontrar al hombre decisivo de su vida. Pero Jesús le dice: “Deja de tocarme… Pero vete a mis hermanos”. El amor evangélico es una energía que empuja a ir más allá. Es la energía que había movido al mismo Jesús, desde que, obedeciendo al Padre “sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana” (Flp 2,7). María obedeció a Jesús y corrió junto a los discípulos; y podríamos decir que era incluso más feliz mientras corría de nuevo para anunciar a todos: “He visto al Señor”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.