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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 3 de mayo

Homilía

Es el quinto domingo “de” Pascua, la quinta vez que regresa el mismo y único día de la resurrección; y es así para todos los domingos. Estos regresan fielmente, signo de la fidelidad de Dios; regresan aunque muchas veces seamos nosotros los que estamos ausentes, regresan para que todos podamos quedarnos en la Pascua y encontrar a Jesús resucitado. Por esto los antiguos cristianos repetían: “No podemos vivir sin el domingo”, es decir, “no podemos vivir sin encontrar a Jesús resucitado”. Podríamos aplicar también al domingo la palabra de hoy de la vid y los sarmientos, comparando la vid con el domingo y los sarmientos con los demás días de la semana. Los días festivos se quedan sin fruto si no son vivificados por el espíritu que recibimos en la santa liturgia del domingo. Permanecer en el domingo, o sea, conservar en el corazón lo que vemos, escuchamos y vivimos en la santa liturgia, quiere decir hacer más fructuosos los días que seguirán. La Palabra de Dios subraya la necesidad de “permanecer” en Jesús, un tema especialmente querido para el apóstol Juan. En su primera carta, Juan afirma: “Quien guarda sus mandamientos mora en Dios y Dios en él”; y, en la parábola de la vid y los sarmientos, los términos “permanecer” y “morar” son su corazón. La imagen de la viña, en su simbolismo religioso, era muy conocida para los discípulos. Uno de los adornos más vistosos del templo erigido en Jerusalén por Herodes y que Jesús vio era precisamente una vid de oro con racimos tan altos como un hombre que estaba fijada sobre la fachada principal del templo. Pero, sobre todo en las Escrituras, el tema de la viña era uno de los más significativos para expresar la relación entre Dios y su pueblo: “¡Oh Dios Sebaot, vuélvete, desde los cielos mira y ve, visita a esta viña, cuídala, la cepa que plantó tu diestra!... al hombre que para ti fortaleciste”, invoca el salmista (Sal 80). También Isaías, en el admirable “Canto de la viña”, describe la desilusión de Dios con respecto a Israel, su viña que había cuidado, plantado, cavado la tierra, defendido, pero de la que solo obtuvo frutos amargos. Jeremías le reprocha al pueblo de Israel: “Yo te había plantado de cepa selecta, toda entera de simiente legítima. Pues ¿cómo te has mudado en sarmiento de vid bastarda?” (2, 21).
En las palabras de Jesús hay sin embargo un cambio bastante singular. La vid ya no es Israel, sino él mismo: “Yo soy la vid verdadera”. Nadie lo había dicho nunca antes. Para entender completamente estas palabras, es necesario situarlas en el contexto de la última cena, cuando Jesús las pronunció. Aquella tarde el discurso a los discípulos fue largo, complejo y con los tonos de gravedad propios de los últimos momentos de la vida: un verdadero testamento. En el primer discurso Jesús deja claro quién es el verdadero guía del pueblo de Dios diciéndoles: “Yo soy el buen pastor”. Poco después, al comenzar un segundo discurso, afirma: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador”. Jesús se identifica con la vid, especificando que es la “verdadera” vid, obviamente para distinguirse de la “falsa”. No obstante, no es una vid aislada. Jesús añade: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos”. Los discípulos están unidos al Maestro y son parte integrante de la vid: no hay vid sin sarmientos y viceversa. Podríamos decir que la relación de los discípulos con Jesús es precisamente como el de la vid con los sarmientos, esencial y fuerte. Es una relación que va mucho más allá de nuestros altibajos psicológicos, nuestras buenas o malas condiciones.
El antiguo símbolo bíblico de la viña reaparece aquí con toda su fuerza. Con Jesús nace una viña más amplia y más extensa que la precedente y sobre todo recorrida por una nueva savia, el ágape, el amor mismo de Dios. La fuerza de este amor es arrolladora, permite producir mucho fruto. Dice Jesús: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto”. Son hermosas las palabras de comentario a esta página del Evangelio que dijo Papias, obispo del siglo II que había conocido a los apóstoles: “Vendrán días en que nacerán viñas que tendrán cada una diez mil cepas, y en cada cepa diez mil sarmientos, y en cada sarmiento diez mil ramas, y en cada rama diez mil racimos, y en cada racimo diez mil granos, y cada grano prensado dará una medida abundante de vino”.
El Evangelio continúa: “todo sarmiento que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto”. Sí, precisamente los que “dan fruto” conocen también el momento de la poda. Son aquellos cortes que, de vez en cuando, al igual que sucede en la vida natural, es necesario realizar para que podamos estar “sin mancha” (Ef 5, 27). El texto del Evangelio no significa que Dios envíe dolores ni sufrimientos a sus hijos mejores para probarles o purificarles; no, la poda no se entiende en este sentido. El Señor no necesita intervenir con los sufrimientos para mejorar a sus hijos, la verdad es mucho más sencilla; la vida espiritual es siempre un itinerario o, si se quiere, un crecimiento; pero nunca es por descontado ni natural, ni tampoco un progreso lineal. Cada uno de nosotros tiene la experiencia del crecimiento en sí mismo de frutos buenos junto a sentimientos malos, costumbres egoístas, actitudes frías y violentas, pensamientos malévolos, impulsos de envidia y orgullo… Es aquí donde se debe podar, y no solo una vez, porque estos sentimientos se vuelven a presentar siempre, aunque de formas diferentes. No hay edad de la vida que no exija cambios y correcciones, es decir, podas.
A veces, estos cortes son muy dolorosos, purifican nuestra vida y hacen correr con mayor frescura la savia del amor del Señor. Seis veces en ocho líneas Jesús repite: “Permaneced en mí”, “permaneced en la vid”. Es la condición para dar fruto, para no secarse y ser cortados y quemados. Quizá esa tarde los discípulos no entendieron, tal vez se habrán preguntado: “¿Pero qué quiere decir permanecer con él si está a punto de irse?”. En realidad, Jesús indicaba un camino simple para permanecer con él: se permanece en él si “sus palabras permanecen en nosotros”, como Jesús mismo subraya. Es el camino que tomó María, su madre, quien “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”; es el camino que eligió María, la hermana de Lázaro, que permanecía a los pies de Jesús para escucharle. Es el camino trazado para cada discípulo. En la tradición bizantina hay un icono espléndido que reproduce plásticamente esta palabra del Evangelio. En el centro del icono está pintado el tronco de la vid en el que está sentado Jesús con la Escritura abierta. Del tronco salen doce ramas sobre cada una de las que se sienta un apóstol, con la escritura abierta entre las manos. Es la imagen de la nueva viña, la imagen de la nueva comunidad que tiene su origen en Jesús, vid verdadera. Ese libro abierto que está en las manos de Jesús es el mismo que tienen los apóstoles, es la verdadera savia que permite, no amar con palabras o con la lengua, sino con los hechos y en la verdad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.