ORACIÓN CADA DÍA

Palabra de dios todos los dias

Domingo de la Ascensión Leer más

Libretto DEL GIORNO
Domingo 17 de mayo

Homilía

El Señor “asciende” al cielo. Antes de morir había dado confianza a los discípulos diciendo que iría a preparar un lugar para que fueran también ellos a donde iba. Para tranquilizarles añadió: “Vosotros ya sabéis el camino”. Tomás, el hombre de las cosas concretas, con “los pies en el suelo”, manifestó el malestar y la dificultad para entender un camino que conducía al cielo preguntando: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. ¿A dónde vas? ¿Cuál es el camino del cielo? ¿Es quizá un camino que exige un esfuerzo sobrehumano y es para unos pocos héroes? ¿Cómo podemos seguirlo nosotros, que tantas veces tenemos dificultades para comprender los caminos de la tierra, que nos perdemos en medio de la confusión, la incertidumbre y las dificultades a la hora de elegir? A estas preguntas responde el propio Jesús: “Yo soy el camino”, y lo enseña subiendo al cielo. Quererle, encontrarle en sus hermanos más pequeños, tomar en serio su palabra es el camino del cielo. Para todos es posible recorrerlo. La fiesta de la Ascensión es sumamente oportuna hoy; abre un resquicio sobre el futuro de toda la creación. No es un futuro genérico, más o menos ideológico y abstracto, sino concreto: está hecho de “carne y huesos como veis que yo tengo”, podríamos decir parafraseando una afirmación de Jesús. En efecto, él es el primero que inaugura el cielo entrando con todo su cuerpo, con su carne y su vida. Desde aquel día, el cielo de Dios empieza a poblarse de la tierra o, con el lenguaje del Apocalipsis, comienzan “el cielo nuevo” y “la tierra nueva”. Jesús mismo los inaugura y los abre para que todos podamos tomar parte en ellos. Ya su madre, María, ha ido con él, pues también ella ascendió con su cuerpo. La Ascensión es el misterio de la Pascua visto en su cumplimiento, vislumbrado desde el final de la historia. La Ascensión no es solo la entrada de un justo en el reino de Dios, sino la gloriosa entronización del Hijo “sentado a la diestra” del Padre. Esta representación, tomada del lenguaje bíblico, expresa simbólicamente el poder de gobierno y de juicio del cristo resucitado sobre la historia humana: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”, dice Jesús a sus discípulos después de la Pascua (Mt 28, 18). Ya no estamos inmersos en una historia sin orientación, víctimas de fuerzas oscuras e incontrolables, del azar o los astros.
Debemos ser sus testigos. Nos lo pide Jesús a todos y no por un tiempo, sino para siempre. No seamos discípulos para nosotros mismos, para explotar su bondad, para quedarnos con lo que nos interesa y pensar que podemos arreglárnoslas solos, para hacer una introspección continua sobre nosotros y estar siempre en el centro. No seamos discípulos para creernos mejores que los demás. Seamos discípulos porque él nos ha amado y nos ha elegido, y nos envía a todos los rincones del mundo para dar frutos de amor y de paz. Si no lo comunicamos, el amor termina; si no trabajamos por la paz, crece la hierba de la violencia y el mal. Hay un ansia de universalidad en el corazón de cada discípulo de Jesús. El discípulo es un hermano universal, es ciudadano del mundo, se siente en casa con todos y es familiar de cada ser humano. El discípulo habla la lengua nueva, la del cielo, la lengua del amor que toca y cambia los corazones. El discípulo expulsa los demonios, es decir, los pensamientos de soledad, las costumbres de venganza, de odio, de división, de enemistad que a menudo se convierten en una especie de demonio que deforma los corazones e impide que los hombres sepan vivir en paz. Comunica el Evangelio no el hombre perfecto, el experto, el puro, no el que se pone a hacer de maestro y explica una lección. Comunica el Evangelio el que, siendo pecador, elige la fuerza del amor por todos, sobre todo por quien es pobre y débil. Ese es el camino del cielo. Provocan un poco de tristeza quienes escrutan los cielos (pienso en los horóscopos...) en busca de signos de protección para huir del miedo y la inseguridad de la vida. El Señor ascendido es nuestro cielo y nuestra seguridad. Él nos atrae al futuro que él ya ha alcanzado plenamente. A los discípulos de todos los tiempos les da el poder de dirigir la historia y la creación hacia esta meta: ellos pueden expulsar demonios y hablar la lengua nueva del amor; pueden neutralizar las serpientes tentadoras y derrotar las insidias venenosas de la vida; pueden curar a los enfermos y consolar a quien lo necesita. Esta es la fuerza que sostiene y guía a los discípulos hasta los extremos de la tierra y hacia el futuro de la historia. El Evangelio de Marcos termina diciendo: “Salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.