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Domingo de Pentecostés
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Domingo de Pentecostés

Domingo de Pentecostés
Recuerdo de Nuestra Señora de Shesnan, santuario en los alrededores de Shangai en China. Oración por los cristianos chinos.
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de Pentecostés
Domingo 24 de mayo

Homilía

“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo” (Hch 2, 1). Habían pasado cincuenta días de la Pascua, y ciento veinte seguidores de Jesús (los Doce con el grupo de los discípulos, María y las demás mujeres) estaban reunidos en el cenáculo, como ya habitualmente hacían. Tras la Pascua, en efecto, no habían dejado de reunirse para rezar, escuchar las Escrituras y vivir en fraternidad. Esta tradición apostólica no se ha interrumpido jamás. No solo en Jerusalén, sino en muchas otras ciudades del mundo los cristianos siguen reuniéndose “todos con un mismo objetivo” para escuchar la Palabra de Dios, alimentarse del pan de la vida y continuar viviendo juntos en el recuerdo del Señor.
Aquel día de Pentecostés fue decisivo para los discípulos debido a lo que sucedió tanto dentro como fuera del cenáculo. Narran los Hechos que, por la tarde, “de repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento”, que llenó toda la casa en la que se encontraban los discípulos. Fue una especie de terremoto que se oyó en toda Jerusalén, hasta el punto de que mucha gente se congregó delante de aquella puerta para ver qué pasaba. Se comprobó que no se trataba de un terremoto normal, pues no había destruido nada. Desde fuera no se veía lo que estaba sucediendo dentro pero dentro del cenáculo los discípulos experimentaron un auténtico terremoto interior que afectó visiblemente a todos y al mismo ambiente. Vieron “lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron todos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas”. Fue para todos, los apóstoles, los discípulos y las mujeres, una experiencia que cambió profundamente su vida. Quizá recordaron lo que Jesús les había dicho el día de la Ascensión: “Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24, 49) y: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16, 7). Aquella comunidad necesitaba Pentecostés, es decir, un acontecimiento que sacudiera hasta lo más hondo el corazón de cada persona, como un terremoto. Una fuerte energía les envolvió y una especie de fuego comenzó a devorarles en su interior. El miedo cedió el paso a la valentía, la indiferencia dejó espacio a la compasión, el calor rompió la cerrazón y el egoísmo quedó suplantado por el amor. Era el primer Pentecostés. La Iglesia comenzaba su camino en la historia.
El terremoto interior que había cambiado el corazón y la vida de los discípulos debía reflejarse fuera del cenáculo. Aquella puerta que había estado cerrada durante cincuenta días “por miedo a los judíos” se abrió y los discípulos, que ya no estaban mirándose a sí mismos, empezaron a hablar a la muchedumbre congregada. La larga enumeración de pueblos que hace el autor de Hechos indica la presencia de todo el mundo delante de aquella puerta. Mientras los discípulos de Jesús hablan, todos les entienden en su propia lengua: “Les oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”, dicen estupefactos. Se podría decir que este es el segundo milagro de Pentecostés. Desde aquel día el Espíritu del Señor empezó a superar límites que parecían insuperables. Son aquellos límites que unen de manera pesada a cada hombre y a cada mujer al lugar, a la familia, al pequeño contexto en el que se ha nacido y vivido; y sobre todo terminaba el dominio incontestable de Babel, cuando los hombres quisieron construir solos una ciudad con una torre que tocara el cielo; es la obra de sus manos, es la jactancia de todo constructor, pero el orgullo, mientras les unía, de repente les arrastró; dejaron de comprenderse mutuamente y se dispersaron por toda la tierra (Gn 11,1-9). La dispersión iniciada por la Torre de Babel es una narración antigua, pero en ella se describe la vida de cada día de los pueblos sobre la tierra, a menudo divididos entre ellos y enfrentados, tendentes a destacar lo que les divide en lugar de lo que les une. Cada uno mira por sus propios intereses, sin tener en cuenta el bien común.
Pentecostés pone fin a esta Babel de hombres enfrentados. El Espíritu Santo infundido en el corazón de los discípulos abre un tiempo nuevo de comunión y fraternidad. Es un tiempo que no nace de los hombres, aunque les implique. No surge de sus esfuerzos, aunque los requiere. Es un tiempo que viene de lo alto, de Dios. Del cielo, narran los Hechos, bajaron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos: era la llama del amor que quema toda aspereza y lejanía; era la lengua del Evangelio que atravesaba los confines establecidos por los hombres y tocaba sus corazones para que se conmovieran. El milagro de la comunión comienza precisamente en Pentecostés, dentro del cenáculo y ante su puerta. Es aquí, entre el cenáculo y la plaza del mundo, donde comienza la Iglesia: los discípulos, llenos de Espíritu Santo, vencen el miedo y empiezan a predicar. Jesús les había dicho: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jun 16, 13). El Espíritu vino y desde aquel día continúa guiando a los discípulos por los caminos del mundo. La soledad y la guerra, la confusión y la incomprensión, la orfandad y la lucha fratricida, ya no son inevitables en la vida de los hombres, porque el Espíritu ha venido para “renovar la faz de la tierra” (Sal 103, 30).
El apóstol Pablo, en la Carta a los Gálatas, exhorta a los creyentes a caminar según el Espíritu para no hacer las obras de la carne: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes” (Ga 5, 19-21); y añade: “En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí” (Ga 5, 22). El mundo entero necesita esos frutos. Pentecostés es el inicio de la Iglesia, pero también el inicio de un nuevo mundo. La acción del Papa Francisco ha vuelto a encender una nueva primavera y una nueva Pentecostés atraviesa la Iglesia entera. El Espíritu Santo, como aquel día de Pentecostés, desciende una vez más para que salgamos de nuestra avaricia, de nuestra cerrazón y de nuestros particularismos. Es urgente comunicar al mundo el amor del Señor. Recibimos como don la “lengua” y el “fuego”: mientras comunicamos el Evangelio, el fuego del amor nos enciende a nosotros y a quienes lo comunicamos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.