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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 21 de junio

Homilía

“Pasemos a la otra orilla”. Esta orden de Jesús a los discípulos, que abre el Evangelio de este domingo, es una pregunta especialmente para aquellos que tienen la tentación de pararse, de cerrarse en sí mismos, en el horizonte de cada día. La narración evangélica nos permite intuir que la travesía no es nada fácil. Parece empezar por la noche (así lo hace pensar el sueño de Jesús). Hay una analogía con nuestros días: la caída de horizontes ideales y la ausencia de nuevas visiones hace que vivamos en la oscuridad, es decir, sin perspectivas claras. Por eso es urgente que la niebla se disipe y que aparezca un horizonte nuevo, más amplio. Solo obedeciendo a Jesús se puede ir más allá. Así lo hicieron los discípulos cuando aceptaron la invitación de Jesús de subir a la barca y pasar a la otra orilla. Pero poco después se desencadena una tormenta, un fenómeno frecuente en el lago de Genesaret. Los pescadores, en general, casi no se han percatado todavía de la furia del viento cuando la embarcación es zarandeada por las olas. La escena que dibuja el evangelista es emblemática. La barca, baja y con capacidad para unas doce personas, se zarandea por la tormenta y Jesús duerme; los apóstoles se preocupan cada vez más y su miedo aumenta, mientras que Jesús continúa durmiendo tranquilamente. Los discípulos se muestran desconcertados por la actitud de Jesús. Parece que a Jesús no le importe lo que les pasa, su vida, sus familias. El espanto crece cada vez más hasta que los discípulos despiertan a Jesús y le reprochan: “¿No te importa que perezcamos?”. Es un grito de desesperación, no hay duda, pero podemos leer en él también la confianza en aquel maestro. Es una pregunta tal vez un tanto brusca, pero contiene al mismo tiempo una esperanza. También nuestra oración a veces es como un grito de desesperación que quiere despertar al Señor. ¿Cuántos de nosotros quedan atrapados por la tormenta y no tienen nada más a lo que aferrarse que el grito de ayuda, mientras parece que el Señor duerme? Aquel grito está cerca de muchas situaciones humanas, a veces pueblos enteros que han sufrido hasta la muerte. El sueño de Jesús puede significar que se encuentra a gusto entre los discípulos en aquella travesía, pero sin duda indica su plena confianza en el Padre: sabe que no abandonará a nadie. Tomar con nosotros al Señor significa cargar con su confianza y su poder.
A nuestro grito se despierta, se pone en pie sobre la barca, y amenaza al viento y al mar tempestuoso. De inmediato el viento calla y llega una gran bonanza. Dios vence a las potencias hostiles que no permiten hacer la travesía (a ese propósito hay que destacar que en el Antiguo Testamento la creación se describe como una lucha de Dios contra el mar, representado como un monstruo). La narración se cierra con un episodio peculiar. Los discípulos son presa de un gran miedo y se dicen entre sí: "¿Quién es este?". El texto de Marcos habla de miedo más que de estupor. Y es un miedo mayor que el miedo que sintieron poco antes de la tormenta: no se identifica con la angustia, y puede ir acompañado de una total confianza en el Señor. Este segundo miedo, aun siendo fuerte como el anterior, tiene características incisivas que llegan hasta lo más hondo del alma. Es el santo temor de estar ante la presencia de Dios. Sí, el temor de quien se siente pequeño y pobre frente al salvador de la vida; el temor de quien, siendo débil y pecador, es acogido por aquel al que ha ofendido y que lo supera en el amor; el temor de no desperdiciar el único verdadero tesoro de amor que hemos recibido; el temor de no saber aprovechar la proximidad de Dios en nuestra vida de cada día; el temor de no desperdiciar el "sueño" de un nuevo mundo que Jesús ha empezado también en nosotros y con nosotros. Este temor es el signo que nos hace comprender que ya estamos en la otra orilla.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.