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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XVII del tiempo ordinario
Recuerdo de Maria, enferma psíquica que murió en Roma. Con ella, recordamos a todos los enfermos psíquicos.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 26 de julio

Homilía

Durante cinco domingos consecutivos (del diecisiete al veintiuno), la liturgia dominical interrumpe la lectura continuada del Evangelio de Marcos y hace espacio para el capítulo seis del Evangelio de Juan. La Liturgia nos invita a profundizar en el tema del “pan” al que ha llegado la narración de Marcos. La narración se abre con el episodio de la multiplicación de los panes, una de las páginas evangélicas más clarividentes sobre el misterio de Jesús como alimento de nuestra vida. Es la sexta vez que los Evangelios reproducen dicho episodio (las otras cinco son recordadas en los Sinópticos). La insistencia indica el peso que aquel evento tuvo en el pensamiento de las primeras comunidades cristianas; sin duda era uno de los “signos” que más claramente ayudaba a entender cuál era el sentido de la misión de Jesús entre los hombres.
El evangelista empieza con la habitual escena de las muchedumbres que se agolpan alrededor de Jesús. Él sube al monte, rodeado por los discípulos, se sienta, como acostumbraban a hacer los maestros y enseña a los que están a su alrededor. Escribe Juan: “Al levantar Jesús los ojos” vio “que venía hacia él mucha gente”. Es algo propio del Señor no quedarse abajo ni tampoco en lo más alto del cielo, distante de los hombres. Jesús no se para a contemplarse a sí mismo o sus obras. Tras venir a la tierra y hacerse similar en todo a los hombres, Él se eleva un poco, sube al monte, donde se acerca a Dios y al mismo tiempo ve mejor a los hombres y las mujeres que acuden a él. Solo teniendo a Dios en el corazón (y ese es el sentido de subir al monte) y acogiendo su compasión, se puede mirar a la gente con ojos nuevos, intuir lo que quieren y descubrir sus necesidades.
La gente quería estar con Jesús. A veces quedaba tan absorbida por sus palabras (¡qué diferencia con nosotros, que tan a menudo apresuramos las cosas de Dios!) que olvidaba incluso comer. Es él, y no los discípulos, quien se da cuenta de que la gente necesita pan. Jesús llama a Felipe (era de Betsaida y por tanto conocía la zona) y le pregunta: "¿Dónde nos procuraremos panes para que coman estos?". Felipe, tras un rápido cálculo, contesta que es imposible encontrar una cantidad suficiente de dinero para comprar pan para toda aquella gente. Efectivamente, la pregunta de Jesús era totalmente irrealista. Andrés, que también oyó aquel diálogo, hace algunas pesquisas e informa de que solo ha encontrado a un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces. Pero con triste realismo añade: "¿Qué es eso para tantos?". Él y todos los discípulos creen que no hay nada más que decir. La corrección, el realismo, la practicidad, la concreción de los discípulos parecen tener la última palabra. Lo único que queda por hacer, como se indica en otra narración paralela, es enviar a toda la gente a casa, donde cada uno habría podido comer. Y nadie debía tener sentimiento de culpa. ¿No decimos todavía hoy: Ad impossibilia nemo tenetur? Pero también está escrito: “Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios" (Lc 18,27). La potencia de Dios abate nuestra resignación. Y las Escrituras están llenas de milagros.
La escena extraída del ciclo de Eliseo (el profeta sucesor de Elías en el siglo XI a.C.) nos muestra el milagro de una multiplicación de panes realizado gracias a la misericordia del Señor. También en este caso se habla de unos pocos panes de cebada, insuficientes para saciar el hambre de cien personas. Frente a la incertidumbre del hombre que no tenía más que veinte, el profeta insiste: "Dáselo a la gente y que coman porque así dice el Señor: Comerán y sobrará”. Y así fue. Recordar este pasaje de las Escrituras sin duda ayudó a la poca fe de los discípulos por interceder para que Jesús interviniera. Muy distinta fue la actitud de María en Canaán de Galilea, cuando intercedió ante Jesús para que no se echara a perder la fiesta de aquellos dos jóvenes esposos. Pero los discípulos, como nos pasa también a nosotros, habían confiado más en su realismo y en su sabiduría natural que en la ingenuidad y la fuerza de la Palabra de Dios.
Jesús, que confía totalmente en el Padre, sabe que “para Dios todo es posible”; además, no acostumbra a rechazar a nadie, ni siquiera cuando no osa pedir. Él lee en el corazón y se anticipa a lo que queremos pedir dándonos lo que necesitamos. Por otra parte, así es como actúa (o como debería actuar) un buen padre y una buena madre de familia. Y Dios siempre es bueno, tanto con los hijos dóciles como con los recalcitrantes. No se resiste a las necesidades de sus hijos. Pues bien, sin que los discípulos lo comprendan, e incluso contra toda razón, Jesús ordena que hagan sentar a la gente sobre la hierba. "El Señor es mi pastor, nada me falta. Me conduce a fuentes tranquilas, allí reparo mis fuerzas”, canta el salmo 23, como si ya previera esta espléndida escena. Cuando todos están sentados, toma el pan, y tras dar gracias al Padre que está en el cielo, lo reparte a todos. A diferencia de los Evangelios sinópticos, en los que el reparto corre a cargo de los discípulos, aquí es Jesús mismo quien los reparte. De ese modo el evangelista quiere subrayar la relación directa, personal, que hay entre el pastor y sus ovejas. También aquí el salmo responsorial ayuda a nuestra oración: “Los ojos de todos te miran esperando; tú les das a su tiempo el alimento. Tú abres la mano y sacias de bienes a todo viviente” (Sal 145,15-16).
A pesar de todo, Jesús no parte de la nada. Necesita aquellos cinco panes de cebada (el pan de cebada era el pan de los pobres, no el mejor, es decir, no el más sabroso y más rico). Y con aquellos panes pobres sacia el hambre de cinco mil personas (que estaban sentadas en la hierba). Solo hace falta lo poco que tenemos (en amor y compasión, en bienes materiales, en disponibilidad, en tiempo) para derrotar el hambre; tanto la del corazón como la del cuerpo. El problema es poner lo “poco” que tenemos en las manos del Señor y no guardarlo en nuestras manos avaras para conservarlo.
El evangelista indica que, tras haber comido, toda la gente quedó maravillada por lo que Jesús había hecho, hasta el punto de que querían proclamarlo rey. Pero él huyó de nuevo hacia el monte: no quería rebajar la urgencia de la necesidad del pan que no pasa, es decir de la necesidad de una relación cariñosa y duradera con el Señor. Y nosotros junto a Jesús, en el monte, continuamos orando: "Danos hoy nuestro pan de cada día".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.