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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XXIX del tiempo ordinario
Recuerdo de san Lucas, evangelista y autor de los Hechos de los Apóstoles. Según la tradición fue médico y pintor.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 18 de octubre

Homilía

Marcos reproduce un diálogo entre Jesús y los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan. Estamos todavía de camino hacia Jerusalén y, por tercera vez, Jesús confía a los discípulos el destino de muerte que le espera al final del camino. Los dos discípulos, a los que no habían afectado en absoluto las palabras del Maestro y con una considerable dureza de corazón, se acercan a Jesús y le piden los primeros puestos a su lado cuando instaure el reino. Tras la confesión de Pedro en Cesarea y la discusión sobre quién de ellos era el primero, probablemente se ha formado un clima de rivalidad entre los discípulos. Tal vez eso explica la ambición que demuestran los dos hermanos al reivindicar los primeros puestos. ¡Cuántas dificultades encuentra Jesús para tocar el corazón de aquellos doce a los que había elegido y a los que había curado! La verdad es que los discípulos están realmente lejos del pensamiento y de las preocupaciones de Jesús y no sintonizan con él. No basta con estar físicamente cerca para comprenderlo. Es necesario escuchar cada día su palabra y seguirlo en un verdadero itinerario de crecimiento interior. ¡Cuántas veces constatamos nuestra pobreza espiritual y nuestra poca sabiduría evangélica!
Ante la pretensión de los dos discípulos Jesús dice: "No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que voy a ser bautizado?". Jesús quiere explicarles las exigencias del Evangelio a través de dos símbolos, el cáliz y el bautismo, que eran conocidos para aquellos que, como ellos, frecuentaban las Santas Escrituras. Jesús interpreta ambos símbolos en relación a su muerte. El cáliz es el signo de la ira de Dios, como escribe Isaías: “¡Despierta, despierta! ¡Levántate, Jerusalén! Tú que has bebido de mano del Señor la copa de su ira. El cáliz del vértigo has bebido hasta vaciarlo” (Is 51,17). Y Jeremías dice: “Toma esta copa de vino de furia, y hazla beber a todas las naciones a las que yo te envíe" (Jr 25,15). Con esta metáfora Jesús indica que él carga el juicio de Dios por el mal hecho en el mundo, pagando por ello con la muerte. Lo mismo se puede decir para el símbolo del bautismo: “Todas tus olas y tus crestas han pasado sobre mí" (Sal 42,8). Con las dos imágenes, Jesús muestra que su camino no es una carrera hacia el poder. En todo caso es la asunción del mal de los hombres, como dijo el Bautista: “He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.
Los dos discípulos probablemente ni siquiera escuchan las palabras del Maestro y aún menos comprenden su sentido. Además, la palabra evangélica, para ser escuchada y comprendida, requiere una actitud de escucha y de oración. A los dos apóstoles no les importa comprender la palabra evangélica. Lo que les interesa es asegurarse el puesto o al menos que el Señor preste atención a su pretensión. Con absurda simplificación, pues, dicen: “Sí, podemos”. Es la misma facilonería con la que contestarán a Jesús al finalizar la última cena, mientras iban con él hacia el monte de los Olivos (Mt 26,35). Aquella noche bastaron solo unas horas para, junto a los demás, abandonar corriendo al Maestro por miedo y dejarlo en manos de los siervos de los sumos sacerdotes. Era obvio que la petición de los dos hijos de Zebedeo iba a desencadenar la envidia y los celos de los demás discípulos (que se indignaron contra Santiago y Juan, dice el evangelista). Jesús entonces reunió una vez más a todos a su alrededor para enseñarles una nueva lección de vida según el Evangelio. Cada vez que los discípulos no escuchan las palabras de Jesús y se dejan guiar por sus razonamientos, se apartan del camino evangélico y provocan discusiones y divisiones entre ellos. En los discípulos, al igual que en el resto de las personas, es instintiva la tendencia a erigirse en maestro, a ser autosuficiente, hasta el punto de prescindir de todos, incluso de Jesús. Para el hombre evangélico se cumple exactamente lo contrario: el discípulo se mantiene siempre en la escuela del maestro, es siempre alguien que escucha. Aunque ocupe cargos de responsabilidad, tanto en la Iglesia como en la vida civil, sigue siendo siempre hijo del Señor, es decir, discípulo que está a los pies de Jesús.
Por eso Jesús reúne nuevamente a los Doce a su alrededor y los amaestra: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros”. El instinto del poder –parece decir Jesús– está muy arraigado en el corazón de los hombres, incluso en el de aquellos que aseguran que en el suyo no ha aflorado. Nadie, aunque pertenezca a la comunidad cristiana, es inmune a esta tentación (se podría decir que el mismo Jesús sufrió la tentación del poder, cuando fue llevado por el Espíritu al desierto). No importa si es el “gran” o el “pequeño” poder: todos sentimos su atracción. Es normal hacer duras consideraciones sobre aquellos que tienen el poder político, económico o cultural y en ocasiones eso es incluso necesario. Pero tal vez es más fácil hacer examen de conciencia a los demás que hacerlo a nosotros mismos, que por lo general somos hombres y mujeres del "pequeño poder". ¿No deberíamos todos preguntarnos cuánto utilizamos de manera egoísta y arrogante aquella parcela de poder que nos hemos creado en la familia, o en la escuela, o en la oficina, o detrás de una ventanilla, o por la calle, o en las instituciones eclesiásticas o en otras partes? La poca reflexión en este campo a menudo es fuente de amargura, de luchas, de envidias, de oposiciones y de crueldad.
Jesús continúa diciendo a sus discípulos: “No ha de ser así entre vosotros” (tal vez sería más correcto decir: “Que no sea así”). No se trata de una cruzada contra el poder, para favorecer un fácil humilismo que puede ser únicamente indiferencia. Jesús tuvo poder (“enseñaba como quien tiene autoridad”, escribe Mateo 7,29), y lo concedió también a los discípulos (“les dio poder sobre los espíritus inmundos", se lee en Marcos 6,7). El problema es de qué poder se habla y cómo se ejerce. El poder del que habla el Evangelio es el poder del amor. Y Jesús lo explica no solo con las palabras cuando afirma “el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos”, sino que lo explica con su propia vida. Dice de sí mismo: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”. Así debe ser para cada uno de sus discípulos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.