ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 20 de diciembre

Homilía

Es el último domingo de Adviento. Nos encontramos en la vigilia de la Navidad. El Adviento nos ha recordado que estamos en espera, que está por venir alguien que nos libra de las esclavitudes. Los discípulos del Señor no están perdidos en la incertidumbre; no vagan sin orientación; no viven al día, tal y como surge, siguiendo la regla de la satisfacción y el interés propios. ¡Nuestra vida no acaba con nosotros! En el Adviento todos recuperamos el sentido de la espera, de la alegría porque alguien viene a visitarnos. Nos liberamos del pesimismo que sólo nos hace mirar atrás; del realismo grosero de los hombres sin esperanza. ¡El Señor viene! Acojámoslo. Se acerca a nuestro lado para no dejarnos nunca más solos. La Liturgia del Domingo pasado nos exhortaba a alegrarnos, a no dejar que nos caigan los brazos. El Señor viene, rasga los cielos y desciende. Escoge la debilidad de una mujer, se presenta débil como un niño. Pero es él quien cambia el corazón de los hombres y del mundo, porque hace nuevo lo que es viejo y engendra a una vida nueva.
Hoy viene a nuestro encuentro la Madre de Jesús. Igual que fue a visitar a Isabel, ha venido aquí, en medio de nosotros. Pero le queda por hacer todavía un pedazo de camino, quizá el más arduo y difícil: entrar dentro del corazón de cada uno de nosotros. ¿Le dejaremos superar las montañas de indiferencia y egoísmo que se erigen dentro de nosotros? ¿Le permitiremos superar los abismos de odio y enemistad que hemos excavado en nuestro ánimo? ¿Le dejaremos abrirse paso entre las hierbas venenosas y amargas que vuelven insensibles los corazones, malvados nuestros pensamientos y violentos los comportamientos? Dichosos nosotros si escuchamos su saludo. Nos sucederá lo que le sucedió a Isabel: "En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno»". Repetimos estas palabras cada vez que recitamos el Ave María, pero su verdadero sentido se lo damos hoy, es decir, si el saludo de María nos toca el corazón, si nos dejamos conmover por ella y por su ternura en la espera de Jesús.
Ella es verdaderamente "bendita" entre todos nosotros. Bendita porque "ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor". Esta primera bienaventuranza que leemos en el Evangelio es la razón de nuestra fe, el motivo de nuestra alegría, aunque a veces pueda costarnos sacrificio. De esta forma María se ha preparado para la Navidad: acogiendo sobre todo la palabra del ángel. Podríamos decir: escuchando el Evangelio. De esta escucha comienza para ella una vida nueva. Ha decidido seguir en todo lo que el ángel le ha dicho, incluso a costa de ser mal entendida, es más, criticada, hasta rechazada por José. Y, sabiendo por el ángel que su prima Isabel estaba en cinta, ha dejado Nazaret para ir a ayudarla, afrontando un largo viaje. No se ha quedado en casa preparando la Navidad, ha ido donde una anciana mujer necesitada de ayuda. Así es como se hace espacio al Señor: una joven que visita a una anciana. El corazón se dilata si dejamos de pensar siempre en nosotros mismos; los pensamientos se vuelven más tiernos si nos acercamos a quien necesita ayuda; los comportamientos se vuelven más dulces si estamos cerca de los pobres, de los débiles, de los enfermos, y aprendemos a amarles. La caridad es una gran escuela de vida. Así se ha preparado María para la Navidad: con el Evangelio escuchado, custodiado y puesto en práctica. Hoy viene en medio de nosotros para decirnos, es más, para implicarnos en la espera de su Hijo. Y junto a ella también nosotros podemos decir: "Alaba mi alma la grandeza del Señor ... porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, ...[porque Dios] exaltó a los humildes y a los hambrientos colmó de bienes".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.