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Epifanía del Señor
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Epifanía del Señor

Epifanía del Señor
Las Iglesias ortodoxas que siguen el calendario juliano celebran el Bautismo del Señor en el Jordán y su manifestación (epifanía) al mundo.
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Libretto DEL GIORNO
Epifanía del Señor
Miércoles 6 de enero

Homilía

"Alza los ojos en torno y mira: todos se reúnen y vienen a ti. Tus hijos vienen de lejos, y tus hijas son llevadas en brazos". Estas palabras del profeta abren la fiesta de la Epifanía. La Liturgia quiere mostrar el camino de los hombres hacia el Señor. Hay como un ansia de universalidad a la vez que de urgencia que recorre este día: es el deseo profundo de la Iglesia de que los pueblos y las naciones de la tierra no deban esperar demasiado tiempo todavía para encontrar a Jesús. Él acaba de nacer, aún no sabe hablar, pero todos los pueblos ya pueden encontrarlo, verlo, acogerlo y adorarlo. No es ansia de proselitismo, sino la necesidad de mostrar a todos la bondad y el amor de Dios que llega hasta enviar entre nosotros a su mismo Hijo. Y, en el fondo del corazón de todo hombre, hay una nostalgia de Dios. Es esa nostalgia que empujó a los Magos a decir a Herodes: "Vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle". Eran hombres de regiones lejanas, ricos e intelectuales, que se encaminaron desde Oriente hacia la tierra de Israel para adorar al "rey" que había nacido. Todo creyente está llamado a salir de sí y a realizar un viaje hacia el Más Allá. Y la Iglesia, que trata de descender a las profundidades del corazón del hombre, desde siempre ha visto en ellos a toda la humanidad. Y, con la celebración de la Epifanía, quiere ayudar a todo hombre y a toda mujer a encontrar a aquel Niño. Toda la salvación se juega en el encuentro con ese Niño.
En la noche de Navidad Jesús se ha manifestado a los pastores, hombres de Israel, aunque fueran de los más despreciados. Ellos fueron los primeros en llevar un poco de calor a aquel frío establo de Belén. Ahora llegan los Magos del lejano Oriente y también ellos pueden ver a aquel Niño. Los pastores y los magos, aun siendo muy diferentes entre sí, tienen algo en común: el cielo. Los pastores no se encaminaron porque eran buenos, sino porque levantando los ojos de sí mismos y dirigiéndolos al cielo vieron a los ángeles, escucharon su voz e hicieron cuanto habían escuchado. Lo mismo ocurrió con los magos. Ellos esperaban un mundo diferente, más justo, y levantaron la mirada de su mundo hacia lo alto, hacia el cielo, y vieron una "estrella". Y, como los pastores siguieron las palabras de los ángeles, ellos siguieron el camino que indicaba la estrella. Tanto los unos como los otros nos sugieren a todos nosotros que para encontrar a Jesús es necesario alzar la mirada de uno mismo y escrutar las palabras y los signos que el Señor pone a lo largo de nuestro camino. Para los magos, de la misma manera que para los pastores, no todo estuvo claro desde el principio. No por casualidad el evangelista advierte que la estrella desapareció en un momento dado. A pesar de ello, aquellos peregrinos no se desanimaron; su deseo de salvación no era superficial, y la estrella les había tocado verdaderamente el corazón. Cuando llegaron a Jerusalén fueron a Herodes para pedirle explicaciones; le escucharon con atención y siguieron de inmediato su camino. Se podría decir que la Escritura había sustituido a la estrella. Pero el Señor no escatima signos: al salir de Jerusalén la estrella apareció de nuevo, y ellos "se llenaron de inmensa alegría", señala el evangelista. Nosotros, que muchas veces nos auto-condenamos a ser los guías de nosotros mismos, nos privamos de la alegría de tener la "estrella". Sí, hay un gran alivio en ver la estrella, es decir, en el sentirnos guiados y no abandonados a nosotros mismos y a nuestro destino.
Los magos nos exhortan a volver a descubrir la alegría de depender de la estrella. Y la estrella es el Evangelio, la Palabra del Señor, como dice el Salmo: "Tu Palabra es luz para mi sendero" (119, 105). Esta luz nos conduce hacia el Niño. Sin la escucha del Evangelio, sin su lectura, sin meditarlo, sin tratar de ponerlo en práctica, no es posible encontrar a Jesús. En efecto, los magos llegaron hasta el lugar donde se encontraba Jesús siguiendo la estrella. Y allí "vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron". Probablemente era la primera vez que se postraban ante alguien, pero, sabiendo ya mirar más allá de ellos mismos, reconocieron en aquel Niño al Salvador. Aquel gesto era lo más verdadero. Junto a María, José y los pastores, también los Magos comprendieron que la salvación consistía, y consiste todavía hoy, en acoger en el corazón a aquel Niño débil e indefenso. Y con él, también a todos los débiles e indefensos de hoy.
Bien distinta fue la reacción de Herodes y de los habitantes de Jerusalén. En cuanto tuvieron noticia del Niño no sintieron alegría como los magos o los pastores; al contrario, todos se turbaron y Herodes hasta tal punto que incluso decidió su muerte. Son ahora los magos los que salvan al Niño, librándole de la ferocidad de Herodes. Aquellos sabios regresaron a su país por otro camino, señala el evangelista. Cuando se encuentra al Señor y se le acoge en el corazón ya no somos como antes y tampoco se puede recorrer el camino de siempre. Cambia la vida y con ella también los comportamientos. Los magos están hoy junto a nosotros, quizá nos llevan un poco de delantera, para ayudarnos a levantar la mirada de nosotros mismos y dirigirla hacia la estrella. Van por delante de nosotros para guiarnos hacia los muchos pesebres de este mundo donde yacen los pequeños y los débiles. Dichosos nosotros si, junto a los pastores y los magos, nos hacemos peregrinos hacia aquel Niño, y con cariño cuidamos de él. En realidad será él quien cuide de nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.