ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 21 de febrero

Homilía

La Cuaresma no es un tiempo cualquiera. Es un periodo durante el cual, a pesar de continuar con nuestra vida ordinaria, se nos invita a reconsiderar nuestra relación con Dios. Por esto se nos pide ayunar de las cosas cotidianas, alimentarnos más del Evangelio, reforzar nuestra oración, intensificar nuestra caridad hacia los débiles y convertir el corazón al Señor. Estos días que nos separan de la Pascua pueden ser días de un verdadero y auténtico camino interior. Podríamos compararlos al camino que hace Jesús desde Galilea hasta Jerusalén. Estar con él, acompañarle en los próximos domingos dejándonos guiar por sus palabras y su ejemplo, es la mejor manera de hacer crecer en nosotros los mismos sentimientos de Jesús.
El Evangelio que hemos escuchado, siguiendo el itinerario hacia la Pascua, nos presenta a Jesús que sube al monte con los tres discípulos más unidos a él: Pedro, Santiago y Juan. Podríamos decir que también nosotros hemos sido conducidos a un lugar alto, más alto que el lugar al que nos mantienen atados nuestras costumbres egoístas y mezquinas. La Liturgia del domingo no es un precepto ni el cumplimiento de un rito, es ser arrancados de nuestro egocentrismo y llevados más alto. El Evangelio escribe: los "tomó consigo", es como decir que los arrancó de sí mismos para vincularlos a su vida, a su vocación, a su misión, a su camino. A Jesús no le gusta caminar solo, no se concibe a sí mismo como un héroe solitario, condenado a ser superior a los demás. Él se une a aquel pequeño grupo de hombres, funde su vida con la suya aun sabiendo que son débiles, frágiles, limitados y limitantes; pero quizá precisamente por ello los toma y no les deja atrás, aunque no siempre comprendan. Jesús es el verdadero pastor: no se cansa de estar con los suyos; les lleva siempre consigo.
Aquel día les llevó a lo alto, al monte, para rezar. No se nos ha dado a conocer la profundidad y la fuerza de los sentimientos de Jesús en esos momentos, pero la descripción de la transfiguración nos hace "ver", o al menos intuir, lo que Jesús sentía. Escribe el evangelista que "mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante" (Lc 9, 29). Tanto cambió su rostro que se reflejó incluso en los vestidos. Los Evangelios nos hablan una sola vez de la transfiguración, pero no es descabellado pensar que cada vez que se ponía a orar Jesús se transfigurara, cambiara de aspecto. Aquel día la oración se convirtió en un coloquio con Moisés y Elías sobre "su partida, que iba a cumplir en Jerusalén". Quizá Jesús, como en un rápido sumario, vio toda su historia, intuyendo también el trágico final. Los discípulos estaban allí a su lado, oprimidos por el sueño. Hicieron todo lo posible para no dormirse: se mantuvieron despiertos y vieron la gloria de Dios, comprendieron quién era Jesús y qué relación tenía con el Padre. Verdaderamente valía la pena seguir fijando la atención en aquel rostro tan diferente de las caras de los hombres. De la boca de Pedro salió una expresión de gratitud y estupor: "Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Quizá desvariaba, pero estaba maravillado por aquella visión.
Una nube envolvió a los tres discípulos y se asustaron. Al momento se oyó una voz que venía del cielo: "Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle". En la nube y en los momentos de miedo se oye una voz con claridad: el Evangelio, que indica aquel en quien podemos depositar nuestra esperanza. Al abrir los ojos, los tres sólo vieron a Jesús. Sí, sólo Jesús es maestro de la vida; sólo él puede salvarnos. Fue sin duda una experiencia increíble para aquellos tres pobres discípulos; pero puede ser también la nuestra si nos dejamos llevar por Jesús, que nos saca de nuestro egoísmo para atraernos a su vida. Participaremos en realidades y sentimientos más grandes, y degustaremos una manera distinta de vivir. Nuestra vida y nuestro corazón se transfigurarán, nos pareceremos más a Jesús. El apóstol Pablo, con lágrimas en los ojos, se lo recuerda a los Filipenses: el Señor Jesús "transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso" (Flp 3, 20). La transfiguración es la ruptura del límite, es contemplar la bondad del Señor, sus vastos horizontes, la profundidad de las exigencias del Evangelio. Esta santa Liturgia nos ha permitido ver y escuchar a Jesús. Permanezcamos unidos, bajemos del monte y entremos con él en la semana que comienza. No caminaremos solos, Jesús estará con nosotros, y será luz, fuerza, consolación y apoyo para continuar nuestro camino hacia la Pascua.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.