ORACIÓN CADA DÍA

Viernes santo
Palabra de dios todos los dias

Viernes santo

Viernes Santo
Recuerdo de la muerte de Jesús en la cruz.
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Viernes santo
Viernes 25 de marzo

Homilía

La Santa Liturgia del Viernes Santo comienza con el celebrante que se postra en tierra. Es un signo: imitar a Jesús postrado en tierra por la angustia en el Huerto de los Olivos. ¿Cómo permanecer insensibles ante un amor tan grande que llega hasta la muerte con tal de no abandonarnos? "Todos nosotros –escribe Isaías– como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros… Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba… Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas". El profeta nos da la razón de esa postración con el rostro en tierra, y como si no bastara "fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda". Jesús es el cordero que ha cargado con el pecado del mundo, que ha entablado la lucha contra el mal, entregando incluso su vida para devolvérnosla a nosotros. Jesús no quiere morir: "Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú". Jesús sabe bien cuál es la voluntad de Dios: "Y esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día". La voluntad de Dios es evitar que el mal nos engulla, que la muerte nos arrastre. Jesús no la evita; la carga sobre sí para que no nos aplaste; no quiere perdernos. Ninguno de sus discípulos, de ayer o de hoy, debe sucumbir a la muerte.
Por esto la pasión continúa. Continúa en los numerosos huertos de los olivos de este mundo donde sigue la guerra y donde se hacinan millones de refugiados. Continúa allí donde hay gente postrada por la angustia; continúa en aquellos enfermos abandonados en la agonía; continúa allí donde se suda sangre por el dolor y la desesperación. La pasión según San Juan que hoy hemos escuchado comienza precisamente en el Huerto de los Olivos, y las palabras que Jesús dirige a los guardias expresan bien su decisión de no perder a ninguno. Cuando llegan los guardias, es Jesús quien va a su encuentro; no solo no huye sino que toma la iniciativa: "¿A quién buscáis?", pregunta al grupo que se presenta. A su respuesta: "A Jesús el Nazareno", contesta: "Así que si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos". No quiere que los suyos sean golpeados; al contrario, quiere salvarlos, preservarlos de todo mal. Por lo demás, se ha pasado toda la vida reuniendo a los dispersos, curando a los enfermos, anunciando un reino de paz y no de violencia, y es precisamente este empeño el motivo de su muerte.
¿De dónde nace la oposición contra él? Del hecho de que era demasiado misericordioso, de su amor por todos, incluso por sus enemigos. Frecuenta demasiado a los pecadores y publicanos, y después perdona a todos, incluso con facilidad. Para él habría bastado con quedarse en Nazaret y habría superado con mucho los treinta y tres años; o habría tenido que rebajar las exigencias del Evangelio, o abandonar esa obstinación por defender siempre a los débiles. En definitiva, bastaba con que hubiera pensado un poco más en sí mismo y un poco menos en los demás y ciertamente no habría acabado en la cruz. Pedro, por poner un ejemplo, hace esto. Sigue un poco al Señor, luego vuelve sobre sus pasos, pero ante el interrogatorio insistente de la portera niega incluso conocerle. Por lo demás, ¿qué importa? Con esa frase se salva. Por el contrario, Jesús no reniega ni del Evangelio, ni de Pedro, ni de los demás. Sin embargo, en un cierto momento, habría bastado muy poco para salvarse. Pilato está convencido de su inocencia, y le pide sólo alguna aclaración. Pero Jesús calla. "¿A mí no me hablas?, le pregunta, ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?". Pedro habla y se salva. Jesús calla, no quiere perder a ninguno de los que le han sido confiados y es crucificado.
También nosotros estamos entre los que el Padre ha confiado a sus manos. Él ha tomado sobre sí nuestro pecado, nuestras cruces, para que todos fuéramos liberados. En el corazón de la Liturgia del Viernes Santo la cruz entra solemnemente, todos se arrodillan y la besan. La cruz ya no es una maldición, sino Evangelio, fuente de una vida nueva: "Se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo" (Tt 2,14), escribe el apóstol Pablo. Sobre esa cruz ha sido derrotada la ley, hasta entonces irresistible, del amor por uno mismo. Esta ley ha sido destruida por aquel que ha vivido por los demás hasta morir en la cruz. Jesús ha arrancado de los hombres el miedo a servir, el miedo a ser solidarios, el miedo a no vivir sólo para uno mismo. Con la cruz hemos sido liberados de la esclavitud de nosotros mismos, de nuestro yo, para alargar las manos y el corazón hasta los confines de la tierra. No es casualidad que la Liturgia del Viernes Santo esté marcada de modo muy particular por una larga oración universal; es como estirar los brazos de la cruz hasta los confines de la tierra para hacer sentir a todos el calor y la ternura del amor de Dios que todo lo supera, todo lo cubre, todo lo perdona, todo lo salva.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.