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Pascua de resurrección
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Libretto DEL GIORNO
Pascua de resurrección
Domingo 27 de marzo

Homilía

El sábado ha pasado, han acabado los días de los hombres. Llega un nuevo día. Es cierto que empieza de forma triste, como a menudo es triste la vida en este mundo nuestro, sobre todo cuando se está delante de una tumba. La de Jesús no es especial, es una tumba más en medio de otras tumbas de hombres y mujeres. Sin embargo hay una tristeza añadida: en aquel sepulcro no ha terminado sólo el cuerpo de un amigo, ha terminado también la esperanza de un reino nuevo que había inflamado a ese pequeño grupo de hombres y mujeres que había seguido a Jesús desde Galilea. ¡Si el mundo tuviera el valor de detenerse junto a las tumbas! Sentiría en su pecho como un nudo de angustia, un sentimiento de miedo ante la muerte de la vida, de la esperanza, del futuro. ¿Sólo en los cementerios? No. Hoy día países enteros parecen haberse convertido en grandes tumbas, enormes cementerios de víctimas –a menudo inocentes- de la opresión, la violencia, la guerra. Ante este panorama de muerte muchos hombres huyen, como hicieron también los discípulos de Jesús. Sólo quedan algunas mujeres, tres según el Evangelio de Marcos. Está María Magdalena, una mujer un poco extraña que ha sido curada de siete demonios. Luego están la otra María, la madre de Santiago, y Salomé. Son tres pobres mujeres galileas, que han venido a Jerusalén siguiendo a Jesús. Ahora, aturdidas tras los tristes acontecimientos sucedidos a su maestro, no saben hacer otra cosa que acercarse a su sepultura. Al alba ya están allí, preocupadas por cómo entrar en el sepulcro. La piedra que cierra la tumba es pesada, como también lo son las que aplastan la vida de los débiles. Sin embargo, al llegar ven que la piedra ha sido apartada, y a un ángel ataviado con vestiduras blancas sentado a la derecha. Las invade el temor. Pero el ángel les dice: "No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí". Es el Evangelio de la Resurrección.
La primera Pascua es para una pequeña comunidad de tres pobres mujeres solas, extranjeras y despreciadas. Una vez más se cumple lo que Jesús había dicho: "Se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!" Es la primera Pascua, pero aunque sólo sea para tres pobres mujeres no es un hecho privado, es para todos los discípulos: "Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea". Y de allí los discípulos deberán anunciar la resurrección a todos los hombres llegando a los confines más extremos de la tierra. La resurrección es un anuncio que sacude la vida entera de los hombres. La sacude por completo para darle un nuevo rostro: retira las piedras pesadas que pesan sobre los corazones de los hombres para hacerles libres, ilumina la oscuridad que circunda la vida de los hombres con la claridad de la misericordia. Quien resucita es el crucificado. Aquel que murió en la cruz se ve ahora revestido del poder de Dios. Y la cruz, que aparecía como la derrota extrema, se convierte en la fuerza de Dios en el mundo. Con bastante frecuencia en la tradición iconográfica de las Iglesias de Oriente la cruz porta de un lado a Jesús crucificado, y del otro a Jesús resucitado. En las apariciones es el crucificado el que aparece resucitado, para manifestar la fuerza de su amor por nosotros: al igual que fue crucificado por nosotros, es resucitado por nosotros.
Éste es el anuncio que esas mujeres reciben del ángel de la Pascua, y que provoca una alegría grande y también temor. Alegría porque intuyen que Jesús podrá permanecer con ellas, pero también temor por encontrarse inmersas en el día de Dios. Ellas salieron corriendo del sepulcro. No se quedaron inmóviles donde estaban; una prisa especial se apoderó de ellas. Sí, ante el anuncio de la resurrección no puede haber demoras. Hay prisa, prisa por anunciar la liberación a los prisioneros del mal, a quien está sepultado por la maldad, a quien es esclavo del orgullo y del odio, al que se ve aplastado por el hambre y la guerra. Incluso tres pobres mujeres pueden hacerlo. Precisamente ellas, despreciadas e irrelevantes, fueron las primeras enviadas a anunciar el Evangelio de la resurrección, que invita a los discípulos a ir a Galilea, a la extrema periferia de Israel, en la región de los paganos, donde Jesús comenzó su misión. Allí encontrarán al Señor resucitado y de allí partirán por los caminos del mundo. Galilea es la inmensa periferia pobre del mundo, que espera el anuncio de una esperanza; y quizá es también el corazón de cada uno de nosotros, que espera ver al Señor. "¡Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado!"

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.