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Liturgia del domingo
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II de Pascua
Domingo de la "Divina Misericordia"
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 3 de abril

Homilía

Este domingo es especialmente significativo en este año jubilar de la misericordia. El evangelio nos vuelve a llevar a la tarde del día de Pascua, en el cenáculo. Jesús había pasado casi todo el día con dos discípulos anónimos que regresaban tristes a Emaús, su pueblo. El Evangelio de este segundo domingo de Pascua (Jn 20, 19-31) nos vuelve a llevar a la tarde de aquel día. El Evangelista narra que Jesús, "estando cerradas las puertas" del lugar donde se encontraban los discípulos, entró y se presentó en medio de ellos. Ya se lo había dicho durante la última cena: "Volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis" (Jn 14,18¬-19); pero no habían entendido y en cualquier caso no le habían creído. Desde la tarde de Pascua comienza para ellos una nueva comprensión de Jesús. Ellos ven a un Jesús diferente, resucitado, aunque sea el mismo de antes: en su cuerpo son evidentes las señales de los clavos y la herida de la lanza; ellos están diciendo que estamos al comienzo de la resurrección (aún hoy muchos son los cuerpos que, marcados por heridas y sufrimientos, esperan una resurrección).
Jesús resucitado está allí, en medio de los suyos para confiarles su misma misión: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20,21). Se trata de una única misión que parte del Padre y a través de Jesús se transmite a los discípulos: es la misión de llevar al mundo la paz y el perdón. Fue una tarde llena de alegría para aquellos diez discípulos: habían encontrado a su Señor. Los dos de Emaús, que habían regresado a Jerusalén avanzada la tarde, aumentaron la alegría de todos. Sin embargo, no estaba Tomás, hombre disponible y generoso; una vez se había declarado dispuesto a morir por Jesús, aunque luego había huido junto a todos los demás. Cuando los diez le dicen: "Hemos visto al Señor", Tomás les enfría con su respuesta: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré" (v. 25). Dice enseguida: si no veo. Luego añade, considerando que también los ojos pueden traicionar (Tomás no quiere ciertamente formar parte del grupo numeroso de quienes ven), una prueba física un poco cruel: meter el dedo en el agujero de los clavos y la mano en la herida del pecho. Tomás no acepta el evangelio de los diez y se queda, aunque con sus razones, triste y sin esperanza.
Ocho días después, igual que este domingo, mientras están juntos otra vez y Tomás está con ellos, Jesús regresa. Las puertas están una vez más cerradas por miedo; todos lo sienten, incluso Tomás: incredulidad y miedo van juntos a menudo. Jesús, tras haberles dirigido una vez más el saludo de paz, busca con los ojos a Tomás, le llama por su nombre y se acerca a su lado: "Acerca aquí tu dedo – le dice - y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente" (cfr.. v. 27). Tomás, delante de Jesús, que aún tiene las señales de la cruz, no puede hacer otra cosa que confesar su fe: "Señor mío y Dios mío". Dícele Jesús: "Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído" (v. 29). Es la proclamación de la última bienaventuranza del Evangelio, la que es el fundamento de las generaciones que desde aquel momento hasta hoy se unirán al grupo de los Once. La fe, desde aquel momento en adelante, no nace de la visión sino de la escucha del Evangelio de los apóstoles. Cuenta una leyenda que la mano derecha de Tomás permaneció, hasta su muerte, roja de sangre. El Señor, casi recogiendo nuestra poca fe, nos exhorta a cada uno de nosotros, como hizo con Tomás, a ensuciarnos las manos en las heridas de los hombres, a acercarnos a las situaciones de aflicción y abandono: el Señor toma nuestra incredulidad y la transforma en amistad y fuente de paz. La escucha del evangelio y la caridad son el camino de nuestra felicidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.