ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 10 de abril

Homilía

El pasaje evangélico que la liturgia nos anuncia este tercer domingo de Pascua nos narra la tercera aparición de Jesús a los apóstoles después de la resurrección, como para querer hacernos permanecer dentro del misterio de la Pascua tal y como narran los Evangelios. La invitación dirigida por Jesús a los discípulos aquella mañana, a la orilla del mar de Galilea, se realiza así también para nosotros en esta liturgia santa: "Venid y comed". De hecho, la liturgia es siempre una invitación que el Señor nos dirige; y como entonces se realiza la palabra evangélica: "Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da". La santa liturgia nos hace vivir el gran don de la Pascua. Un don del que todos, el mundo entero, tiene necesidad. Hay necesidad de vivir con la alegría en el corazón la Pascua para que pueda obligar al mundo hacia el reino de amor y de paz que Jesús ha venido a instaurar entre los hombres. Por lo demás, no está lejos de nosotros la experiencia que tuvieron Pedro, Tomás, Natanael, los hijos de Zebedeo y los otros dos discípulos aquella noche que habían vuelto a hacer de pescadores de peces y ya no de hombres. Pero, observa amargamente el evangelista que "aquella noche no pescaron nada" (Jn 21,3). Sí, ni siquiera los peces. Es la experiencia de muchos hombres y de muchas mujeres, durante muchos días y muchas noches, precisamente, no producir nada; y sabemos que es también la nuestra experiencia cuando estamos lejos del Señor. La "noche" de la que habla el Evangelio no es la temporal, sino la condición de quien vive lejos de Jesús. Sin el Señor es siempre de noche y los esfuerzos son inútiles. Jesús lo había dicho a los discípulos en la última cena: "Separados de mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5).
Pero, mientras todo parecía cerrarse tristemente, Jesús se puso junto al cansancio de aquellos siete apóstoles, encontró su cansancio y su desilusión. La cercanía de Jesús, se reconociera o no, permitió el final de la noche y, lo que cuenta, marcó el comienzo de un nuevo día, de una nueva vida para aquellos discípulos cansados y asustados. Él les preguntó si tenían peces para comer. Aquellos siete se vieron obligados a confesar toda su pobreza y su impotencia. No tenían siquiera los cinco panes y los dos peces que presentaron a Jesús en la primera multiplicación de los panes. Jesús, a quien por lo demás no habían reconocido aún, con una amistad llena de autoridad les invitó a buscar en otra parte: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis". Aquellos siete hombres aceptaron la invitación y, sin oponer ninguna resistencia, aunque fuera más que razonable expresarla, obedecieron: y la pesca fue grande, milagrosa, más allá de toda medida. La obediencia a la Palabra de Dios hace cumplir los milagros, los de la Pascua de resurrección.
Precisamente fue esta experiencia de fecundidad y de alegría la que hizo decir a uno de los discípulos, aquel al que Jesús amaba: "Es el Señor". Una vez más, por boca del discípulo que había experimentado el amor, resonaba a los otros discípulos el anuncio de la Pascua. Simón Pedro, al sentir la cercanía del Señor, comprendió toda su indignidad: ante el Señor y su amor increíble, cada uno de nosotros ve su indignidad, su pecado, su necesidad de ayuda. Pedro se puso enseguida el vestido, pues estaba desnudo, se lanzó al lago y fue nadando hacia Jesús. En cambio, los otros vinieron detrás con la barca arrastrando la red llena de peces. Y he aquí que, al final de la pesca, llegados a la orilla, ven preparado un fuego con el pan y los peces que Jesús había dispuesto. A ellos se añadieron también los que habían pescado, como para subrayar la abundancia de la vida que Jesús prepara para los discípulos. Ante esto, nadie se atrevía a preguntarle nada. Podríamos decir que se quedaron sin palabras, como cuando uno se ve superado por el amor y la ternura.
Era una escena simple, llena de estupor, pero sobre todo llena de una pregunta, la de Jesús a Simón Pedro. No era una pregunta sobre el pasado ni sobre las desilusiones, ni siquiera acerca de los no pocos miedos. Solo le preguntó: "Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?". Jesús interpeló a Pedro sobre el amor. No le recordó la traición de algún día antes; de hecho el amor cubre un gran número de pecados; y Pedro, que también se había avergonzado ante él y había corrido a su encuentro, enseguida respondió: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Era una respuesta más verdadera que la que había dado aquel jueves por la noche en el cenáculo cuando dijo a Jesús: "Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte" (Lc 22,33). Ahora la respuesta era más verdadera, más humana y a él, que no se merecía nada, Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas"; sé responsable de los hombres y de las mujeres que te confío. ¿Precisamente Pedro, que había mostrado no estar en condición de permanecer fiel, tenía que ser el responsable? ¿Precisamente él? Sí, porque ahora Pedro acogía el amor que Jesús mismo le entregaba; y en el amor uno se vuelve capaz de hablar, de dar testimonio, de cuidar de los demás.
Jesús no le interrogó solo una vez sobre el amor, sino tres veces, o sea, siempre. Todos los días se nos pregunta si amamos al Señor. Todos los días se nos confía el cuidado de los demás. La única fuerza, el único título que nos permite vivir es el amor por el Señor. Jesús siguió diciendo a Pedro: "Cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías". Quizá Pedro recordó su juventud de pescador en Betania, cuando se levantaba pronto para ir a pescar, cuando salía de casa para ir a donde quería, quizá también sus desilusiones e incluso el lugar donde encontró a Jesús la primera vez. Mientras le venían a la cabeza estos recuerdos, Jesús añadió: "Cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras". El Evangelio explica que se habla de su muerte; pero a Pedro, como a todo creyente no se le dejará solo: aquel amor sobre el que se nos interroga, compromete al Señor antes que a nosotros. Es él de hecho quien nos ha amado en primer lugar y nunca más nos abandonará, ni siquiera cuando "otro nos ciña y nos lleve adonde nosotros no queramos". Lo que cuenta es la fidelidad y aquella escena a la orilla del lago, que todos los domingos se repite para nosotros; aquella escena tiene un sabor de eternidad, la eternidad del amor de Jesús por sus discípulos, por cada uno de nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.