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Domingo 5 de junio

Homilía

El Evangelio nos presenta a Jesús que camina por las calles y las plazas de su tierra, seguido por los discípulos y por una muchedumbre. Es una escena que los evangelistas presentan a menudo. Estos viajes de Jesús no son desplazamientos que realiza su propia satisfacción, o para descubrir cosas nuevas, ni tampoco para satisfacer sus intereses. Los evangelistas destacan que Jesús, desde el inicio de su vida pública, camina por las calles, y de ahí nace la «compasión» por aquella muchedumbre, «porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Y por eso, como apunta Mateo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9,35).
El pasaje del Evangelio de Lucas explica que Jesús se acerca a la pequeña ciudad de Naín. Al llegar a la puerta de la ciudad se encuentra con otro cortejo. Se trata de una muchedumbre que acompaña al cementerio a una pobre viuda que ha perdido a su único hijo. Jesús no pasa de largo, no sigue «su» camino. Nosotros, tal vez sí lo hacemos, o nos paramos para esperar que pase el cortejo y luego seguimos hasta llegar a nuestra meta. Jesús observa aquel cortejo y ve a aquella viuda que llora desesperadamente por la pérdida de su único hijo. Y se para. Se siente embargado por una fuerte «compasión». Al término «compasión» le hemos quitado toda su fuerza, se ha convertido en un sentimiento pobre, casi despreciable. No es, en absoluto, un sentimiento fuerte y vigoroso que nos impulse a pararnos y a unirnos a quien vive en el dolor. Pero en realidad la compasión es el corazón de toda la historia bíblica. Todo en las Escrituras, desde la primera página hasta la última, habla de la compasión de Dios que dejó el cielo para bajar a la Tierra, para estar con los hombres y salvarlos del poder del mal y de la muerte. El término «compasión» en la Escritura debe interpretarse de manera fuerte: es un amor que nos hace salir de nosotros mismos para ver a los demás, que nos lleva a amar a los demás más que a nosotros mismos, que nos hace dar la vida por los demás. Esta es la compasión que mueve al Señor y que enviando a su Hijo llega a su culmen.
La historia de la curación del hijo de la viuda de Sarepta –historia que narra el primer libro de los Reyes– es un signo de lo que iba a pasar en la plenitud de los tiempos, cuando la «compasión» se personificaría en Jesús de Nazaret. Sí, Jesús es el compasivo, aquel que da su vida por los demás. Ya en el libro del Éxodo vemos que Dios tiene compasión por su pueblo esclavo en Egipto y decide «bajar» para liberarlo. Por eso llama a Moisés y lo envía al faraón para que libere al pueblo de Israel. Y así continúa haciendo a lo largo de la historia de Israel enviando de tiempo en tiempo a los profetas. La historia de Elías forma parte de esta historia de la compasión de Dios por los hombres. Con Jesús, que es el compasivo, la conmoción de Dios alcanza su culmen. Es una compasión fuerte y poderosa. No se trata de un sentimiento rebajado. Actualmente ser «buenista» fácilmente se considera una acusación.
La compasión es un sentimiento fuerte, robusto, que cambia el curso de la historia hacia el bien, que fuerza al mal y lo derrota. Eso es lo que pasó aquel día en la puerta de la ciudad de Naín. Jesús hizo detener aquel cortejo y se dirigió directamente a aquel joven echado en su lecho de muerte: «Joven, a ti te digo: levántate». Aquel joven, al oír la voz de Jesús, se incorporó, se sentó en el féretro en el que estaba y empezó a hablar. La palabra de Jesús devuelve la vida, hace que nos levantemos de la desesperación y de una vida como de muerte. ¿Por qué? Porque aquellas palabras derrochan misericordia, participación, compañía y amor visceral. Es imposible resistirse. Aquel joven las escuchó y, a pesar de estar muerto, se incorporó. También el centurión de Cafarnaúm le dijo a Jesús: «Señor, basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8). Y así fue. La palabra de Jesús es fuerte porque está llena de amor y de compasión. El evangelista no relata qué dijo aquel joven a Jesús, a su madre, a la gente, pero en el fondo no nos interesa mucho. Lo que importa son las palabras de Jesús. Los cristianos deben repetir continuamente estas palabras con el mismo amor con el que las pronunció Jesús. Vienen a la memoria los muchos jóvenes de hoy abandonados a sí mismos y esclavos de los mitos de este mundo. Su vida está a merced de mitos que los oprimen cada vez con mayor violencia en sus fauces voraces y los aplastan hasta la muerte. Y lo que más da que pensar es la soledad en la que son abandonados. ¿Quién les dice las palabras del Evangelio? ¿Quién se para y los ama como los amó Jesús? ¿Quién gasta su vida para estar junto a ellos con un amor compasivo?
Por desgracia la cultura dominante –la cultura de la que somos todos hijos– hace que cada uno piense en sus asuntos. Y muchas veces, incluso en las familias, cada cual se ocupa de sus cosas. Debemos recuperar la compasión de Jesús que nos lleva a entrar en la vida de todos y especialmente en la de los más débiles, los jóvenes, nuestros jóvenes. Necesitan a personas que se conmuevan por ellos de inmediato y no solo cuando ya es demasiado tarde. También hoy muchos nos reunimos alrededor de los ataúdes de jóvenes a los que la muerte les ha truncado violentamente la vida. Debemos preguntarnos si es demasiado tarde. Es urgente hablar a los jóvenes como lo hacía Jesús, con la autoridad del amor, con la autoridad de quien gasta la vida por ellos. Estas palabras tocan el corazón y hacen levantar a muchos de una vida que de otro modo es como si ya estuviera muerta. El Evangelio que hemos escuchado nos impulsa a seguir una vez más a Jesús para acoger en nuestro interior su amor y para poder hacer lo mismo que él hizo. Él mismo dijo un día a sus discípulos: «En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún» (Jn 14,12).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.