ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 18 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

2Crónicas 24,17-25

Después de la muerte de Yehoyadá vinieron los jefes de Judá a postrarse delante del rey, y entonces el rey les prestó oído. Abandonaron la Casa de Yahveh, el Dios de sus padres, y sirvieron a los cipos y a los ídolos; la cólera estalló contra Judá y Jerusalén a causa de esta culpa suya. Yahveh les envió profetas que dieron testimonio contra ellos para que se convirtiesen a él, pero no les prestaron oído. Entonces el espíritu de Dios revistió a Zacarías, hijo del sacerdote Yehoyadá que, presentándose delante del pueblo, les dijo: "Así dice Dios: ¿Por qué traspasáis los mandamientos de Yahveh? No tendréis éxito; pues por haber abandonado a Yahveh, él os abandonará a vosotros." Mas ellos conspiraron contra él, y por mandato del rey le apedrearon en el atrio de la Casa de Yahveh. Pues el rey Joás no se acordó del amor que le había tenido Yehoyadá, padre de Zacarías, sino que mató a su hijo, que exclamó al morir: "¡Véalo Yahveh y exija cuentas!" A la vuelta de un año subió contra Joás el ejército de los arameos, que invadieron Judá y Jerusalén, mataron de entre la población a todos los jefes del pueblo, y enviaron todo el botín al rey de Damasco, pues aunque el ejército de los arameos había venido con poca gente, Yahveh entregó en sus manos a un ejército muy grande; porque habían abandonado a Yahveh, el Dios de sus padres. De este modo los arameos hicieron justicia con Joás. Y cuando se alejaron de él, dejándole gravemente enfermo, se conjuraron contra él sus servidores, por la sangre del hijo del sacerdote Yehoyadá, le mataron en su lecho y murió. Le sepultaron en la Ciudad de David, pero no le sepultaron en los sepulcros de los reyes.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El largo capítulo 24 empieza afirmando el buen gobierno de Joás. Era un niño de siete años cuando subió al trono y gobernó durante cuarenta años. Y, siguiendo a su maestro espiritual, el sumo sacerdote Joadá, el rey gobernó con sabiduría. Pero con la muerte del sumo sacerdote, y sin tener ya a un guía espiritual, el rey dejó de seguir los caminos del Señor. El Cronista afirma al inicio que "Joás hizo lo que agrada a Yahvé mientras vivió el sacerdote Joadá" (v. 2). No es difícil descubrir en este comentario la oportunidad o, mejor dicho, la necesidad de tener al lado a alguien que nos ayude a descubrir la voluntad de Dios y no sucumbir a la nuestra. La tradición de un "padre espiritual" que ayude a salir de la espiral de egocentrismo, la encontramos ya en estas páginas de la Escritura. El Cronista muestra complacido la acción de Joás para restaurar el Templo de acuerdo con Joadá. Ambos eran figuras con autoridad ante el pueblo. Había que restaurar el Templo porque la impía Atalía y todo su séquito lo habían dejado en un estado deplorable; habían profanado la casa del Señor utilizando los objetos sagrados para el culto a ídolos extranjeros. Y todos debían participar, como había establecido Moisés (Ex 30,12-16). Joás estableció que todo el pueblo fuera a Jerusalén para echar dinero en un cofre, como si quisiera demostrar la voluntad común de devolver al lugar de la presencia de Dios su debido esplendor. Toda la comunidad era responsable del Templo y, por tanto, de la conservación de la alianza con el Señor. Del mismo modo que sucedió en tiempos de David (1 Cr 29,9), también ahora toda la comunidad se alegra al llevar sus ofrendas al Señor (2 Cr 34,10). El pueblo respondió generosamente, como había hecho en el pasado en el caso de la tienda del desierto (Ex 36,4-7). Cada día, cuando el cofre se llenaba, lo vaciaban y lo volvían a poner en su sitio. Para esta delicada operación se seguía una serie de procedimientos formales. Los levitas encargados de la colecta llevaban el cofre al rey para que lo supervisara a través de un secretario suyo y del sumo sacerdote a través de un inspector. Los dos juntos, el rey y el sumo sacerdote, compartían la responsabilidad de supervisar la colecta. Existe una relación extraordinaria entre los trabajos necesarios para construir el Templo bajo el reinado de David y Salomón y los trabajos para restaurarlo. El Templo recuperó su estado original. El elogio que recibe el sacerdote Joadá manifiesta la autoridad que tenía ante el rey y ante el pueblo. El Señor le atribuye una edad superior a la de Aarón (ciento veintitrés años, Nm 33,39), la de Moisés (ciento veinte años, Dt 34,7) y la de Josué (ciento diez años, Js 24,29). De él se recuerdan especialmente dos cosas: que gracias a él el "verdadero Israel" recuperó la alianza con el Señor y que promovió la restauración del Templo. Y fue enterrado en las tumbas de los reyes. Por desgracia, Joás y el pueblo, al no contar ya con la ayuda del sumo sacerdote Joadá, "abandonaron el templo de Yahvé, Dios de sus antepasados, y dieron culto a los cipos y a los ídolos" (v. 18). El Señor suscitó profetas entre ellos para que se arrepintieran "pero no les prestaron oído" (v. 19). Es una historia que se repite a menudo. La autosuficiencia nubla nuestra mente y ciega nuestro corazón. Dejamos de escuchar las palabras con autoridad y nos alejamos de Dios. Pero el Señor no se resigna a nuestra sordera y envía una voz aún más fuerte –en este caso, el profeta Zacarías– que advierte con más claridad. Pero lo lapidaron en el Templo. Ya aquí se entrevé la historia de Jesús y también la de todos los mártires que han pagado con su sangre su testimonio evangélico. El asesinato del profeta, es decir, el rechazo violento de la Palabra de Dios, pone al pueblo de Judá en manos del enemigo. "Por haber abandonado a Yahvé, él os abandonará a vosotros" (v. 20). El ejército de los arameos entra en territorio de Judá y llega hasta Jerusalén. Los primeros que caen son los jefes del pueblo que habían aconsejado mal al rey. Pero el desastre alcanza también al gran ejército de Judá, que a causa de la desobediencia del pueblo, queda a merced de unos pocos soldados enemigos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.