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Liturgia del domingo
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Fiesta de Cristo Rey del universo Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 20 de noviembre

Homilía

Con este trigésimo cuarto domingo se cierra el año litúrgico y el año jubilar de la misericordia. Con el papa Francisco toda la Iglesia da gracias al Señor por este año extraordinario de gracia. El papa –escribió en la bula de convocación– encomienda "la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el inmenso cosmos a la Señoría de Cristo, esperando que derrame su misericordia como el rocío de la mañana para una fecunda historia, todavía por construir con el compromiso de todos en el próximo futuro". Existe una ansia de universalidad que inspira esta fiesta: la salvación de la humanidad y de todo el universo. La Liturgia quiere abrir los ojos de los creyentes sobre el final de la historia humana, cuando se producirá la salvación universal que lleva a cabo Jesús. Por eso se le denomina "rey del universo".
La Palabra de Dios nos toma nuevamente de la mano y nos hace entrar en el misterio de la realeza de Cristo. Y nos hace comprender que no estamos contemplando un misterio desde fuera. No, estamos dentro, como sugiere el apóstol Pablo en la Epístola a los Colosenses, cuando los invita a dar gracias a Dios que «nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su Hijo querido» (Co 1,13). Realmente somos "trasladados" es decir, somos "emigrantes" de este mundo, donde reinan las tinieblas, a otro mundo, donde reina el Señor Jesús. Y que este mundo de Jesús es distinto del nuestro se ve claramente en la escena evangélica que se nos propone hoy como imagen de la realeza de Jesús: está clavado en cruz con los ladrones a ambos lados.
Alguien, excusándose por la vena desacralizadora de la comparación, ha dicho que esa es la foto oficial de nuestro rey (es verdad que la hemos puesto en muchos lugares, pero estamos tan acostumbrados a verla que ha perdido su valor de escándalo, de piedra de tropiezo, para convertirse a menudo únicamente en un objeto de adorno). No hay duda de que se trata de un extraño trono (la cruz) y de una corte todavía más extraña (dos ladrones). Pero Jesús afirma sin medias tintas que él es rey, y que lo es en este mundo.
El apóstol Pablo recogió esta convicción y la transmitió a las iglesias, sabedor del escándalo que iba a provocar. "Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles" (1 Co 1,23). Jesús es rey cuando lo crucifican, como él mismo había dicho varias veces a los discípulos. Poco antes de morir lo dijo bien claro: "Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores. Pero no así vosotros" (Lc 22,24-26). Y él mismo es el primero en mostrarlo con su vida y con su muerte. Mientras está clavado en la cruz desde distintas partes le llega la misma insistente invitación: "Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!" (Lc 23,35-43). Se lo dicen los jefes de los sacerdotes, se lo gritan los soldados y también uno de los ladrones colgado junto a él. Las personas son distintas, pero el mensaje es siempre el mismo: "Sálvate a ti mismo". Estas simples cuatro palabras encierran uno de los dogmas que más radicalmente sustentan la vida de cada uno de nosotros. Es como la síntesis de la regla de la vida, de la vara de medir para juzgarlo todo, y es algo que hemos aprendido desde pequeños.
Pues bien, desde aquella cruz Jesús vence este dogma. El amor anula la convicción más profunda que domina la vida de los hombres: todos intentan salvarse a sí mismos salvo Jesús, que no pensó en salvarse sino en salvar a los demás. En ese sentido hay que leer el poder real de Jesús que llega a su culmen precisamente en la cruz. Y vemos su efecto inmediatamente. Jesús rey, al no ceder a la última tentación, la de salvarse a sí mismo, salva a uno de los dos ladrones que tenía a su lado solo porque este adivinó hasta dónde lo había llevado el amor. Y junto a aquel ladrón, Jesús quiere salvarnos a todos, sin excepción. Basta una oración. La fiesta de Cristo, rey del universo, es la fiesta de este amor, un amor que se ha dado totalmente a los demás, hasta la última gota de sangre. Nuestra esperanza, nuestro hoy y nuestro mañana se basan en ese amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.