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Fiesta de la Inmaculada
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Fiesta de la Inmaculada

Fiesta de la Inmaculada Concepción de María
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Libretto DEL GIORNO
Fiesta de la Inmaculada
Jueves 8 de diciembre

Homilía

La fiesta de la Inmaculada pone ante nuestros ojos a María, la primera en ser envuelta por la misericordia de Dios, no por sus méritos, sino precisamente por gracia, por misericordia. El Evangelio de Lucas nos la presenta en Nazaret, una aldea de la extrema periferia del Imperio. Sobre ella se posa la mirada de Dios desde la concepción. Este es el misterio que hoy la Iglesia nos hace contemplar y celebrar: María nació sin la culpa original, y, en consecuencia, fue preservada del drama de la lejanía de Dios que marca a todo hombre y toda mujer. En definitiva, no podía estar herida por la culpa original la que estaba destinada a convertirse en la madre del Hijo de Dios.
Este misterio de María ilumina el misterio mismo de la Iglesia. Como Dios posó sobre María su mirada en el momento de la concepción, así la ha puesto también sobre la comunidad de los creyentes, sobre cada uno de nosotros, como advierte el apóstol Pablo: “nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados” (Ef 1,4). María, y nosotros con ella, hemos sido elegidos por Dios antes incluso de la creación. Y hemos sido elegidos para ser santos e inmaculados. No en vano el apóstol dice: “nos ha elegido”, y no “hemos elegido”. El nombre de cada uno de nosotros ha sido pronunciado por Dios y hemos llegado a existir. Sí, cada uno de nosotros es ante todo fruto del amor de Dios; su corazón nos ha pensado y hemos venido a la luz. Nuestros padres han entrado en este proceso de amor. Nuestra existencia comienza en el corazón de Dios y en Él permanecemos para siempre. Por esto creemos que la vida es santa, para todos, desde el inicio y para siempre. El Señor no olvida nunca nuestro nombre, y ¡ay del que quiera eliminarlo! Todos están en el corazón de Dios.
En esta fiesta la Iglesia nos hace contemplar la grandeza del amor del Señor y las maravillas que realiza a través nuestro, obviamente si no traicionamos su predilección. María, formada para convertirse en la madre de Jesús, ha aceptado plenamente esta vocación. Y para ella no era ni fácil ni algo por descontado. Cuando el ángel le llevó el saludo de Dios, María se turbó. De hecho, no tenía una gran consideración de sí, al contrario de los sentimientos que generalmente habitan en nuestros corazones. Aquí está precisamente la esencia del pecado original: en el orgullo y el sentido de autosuficiencia enraizado en todos. De un corazón desligado de Dios es de donde surge el mal en el mundo.
María no se exalta ante el anuncio del ángel, al contrario, se turba. Así debería ocurrirnos a cada uno de nosotros cada vez que escuchamos el Evangelio. Pero el ángel la conforta: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús” (vv. 30-31). A decir verdad, este anuncio la conmociona aún más; también porque todavía no había ido a vivir con José. Pero el ángel añade: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (v. 35). No se nos han dado a conocer los pensamientos de María en aquel momento. Si responde “no”, permanece en su tranquilidad y sigue con la vida de siempre. Si, por el contrario, responde “sí”, toda su vida se transformaría. A diferencia de nosotros, María no confía en sus fuerzas sino sólo en la Palabra de Dios. Por esto dice: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu Palabra”. Ella, la primera amada por Dios, es también la primera en responder “sí” a la llamada que le transmitió el ángel. Hoy María está ante nosotros, ante los ojos de nuestro corazón, para que, contemplándola, podamos imitarla y, con ella, cantemos el amor que el Señor ha derramado en nuestros corazones.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.