ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 14 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 18 (19), 8-10.15

8 La ley del Señor es perfecta,
  hace revivir;
  el dictamen del Señor es veraz,
  instruye al ingenuo.

9 Los preceptos del Señor son rectos,
  alegría interior;
  el mandato del Señor es límpido,
  ilumina los ojos.

10 El temor del Señor es puro,
  estable por siempre;
  los juicios del Señor veraces,
  justos todos ellos.

15 Acepta con agrado mis palabras,
  el susurro de mi corazón,
  sin tregua ante ti, Señor,
  Roca mía, mi redentor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia nos hace comenzar el salmo 18 con la alabanza a la ley del Señor. “La ley del Señor es perfecta, hace revivir” (v. 8). En los versículos precedentes el salmista nos empuja a contemplar el amor del Señor que cantan los cielos y las estrellas, el día y la noche. El canto de las criaturas se difunde por todos lados: “por toda la tierra resuena su proclama, por los confines del orbe sus palabras” (v. 5). Es un canto que todos pueden escuchar, grandes y pequeños, hombres y mujeres de una u otra raza, de una u otra religión. Toda la creación, en efecto, habla de Dios y de su amor por el hombre. Desgraciadamente, la voz de la creación hoy parece ya no ser escuchada por los hombres. Hay una prevaricación que lleva a la destrucción de la misma creación. El hombre, que incluso había sido colocado por Dios en el culmen de la creación, ha querido dominarla con arrogancia sin reconocer su límite de criatura. Y la preocupación por él mismo, por su beneficio o por su nación, ha hecho perder de vista el respeto de los derechos de todos los pueblos, de los de hoy y de los de mañana, y de toda la creación, contaminándola y haciéndola inhabitable. Pero más allá de las palabras de la creación, está también la palabra del Señor, su ley. Es lo que el salmista quiere que nosotros contemplemos hoy. Dios ha hablado a su pueblo revelándole sus designios, sus pensamientos, sus leyes, sobre todo su amor. En esta segunda parte del salmo, el salmista canta un himno a la Palabra del Señor: ella es perfecta y hace revivir, es limpia y aclara la mirada, es justa y más deseable que el oro, más dulce que la miel. Parece no cansarse de construir elogios de esta palabra, no sólo por su valor sino también por los efectos que ella produce: la Palabra de Dios hace vivir, nos hace sabios, alegra el corazón, ilumina la mirada. Ante ella muchas veces oponemos nuestro orgullo que la cubre y la ahoga, como Jesús narra en la parábola evangélica del sembrador. Por esto hacemos nuestra la oración del salmista: “Guarda a tu siervo también del orgullo, no sea que me domine” (v. 14). Nuestro orgullo empuja siempre a acallar la Palabra de Dios para que prevalezcan nuestras palabras, nuestras voluntades, nuestras decisiones y costumbres. Pero si acogemos en nuestro corazón la Palabra del Señor y la ponemos en práctica ella volverá al cielo llena de fruto. Y también nosotros, con el salmista, podremos cantar: “Acepta con agrado mis palabras, el susurro de mi corazón, sin tregua ante ti, Señor, Roca mía, mi redentor” (v.15).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.