ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

III del tiempo ordinario
Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las Iglesias y comunidades eclesiales (luteranas, reformadas, metodistas, baptistas y pentecostales).
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 22 de enero

Homilía

“Cuando oyó que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea”. Así comienza la perícopa evangélica de este tercer Domingo del tiempo ordinario. El evangelista parece querer subrayar que la predicación de Jesús comienza después del arresto de Juan, después que su predicación fuera bloqueada por Herodes. Con el Bautista en la cárcel, la voz de la justicia dejaba de oírse y el desierto volvía a ser desierto, lugar sin vida y sin palabras. Pero también Jerusalén y toda la región circundante quedaba muda y sin profecía. Jesús no se resignó al silencio impuesto por Herodes; no quería que los hombres, aquellos que también él había visto penitentes y llenos de esperanza haciendo fila en el Jordán para recibir el bautismo, quedaran a merced de una religión ritualista y exterior, o cayesen bajo el yugo de la violencia que nacía del desierto de vida y del silencio de palabras verdaderas.
Tomó la iniciativa y comenzó a hablar, pero ya no en Judea, como Juan, sino en la periférica Galilea, la más septentrional de las tres regiones de Palestina. En tiempos de Jesús, la fuerte representación pagana había desacreditado esta región. Pero precisamente desde esta tierra periférica y lejana de la capital es donde Jesús comienza su predicación (1, 14), donde reúne a los primeros discípulos (1, 16), y aquí el resucitado esperará a los discípulos para el “segundo” inicio de la predicación evangélica (14, 28). En definitiva, Galilea parece elevarse a la categoría de tierra simbólica para toda misión evangélica: si se debe escoger un lugar desde donde empezar a anunciar el Evangelio, debe ser el lugar periférico, marginal, excluido, despreciado, pobre, que no cuenta nada. En la “Galilea de los gentiles” resuena por vez primera el Evangelio, la buena noticia. Allí, donde paganos y marginados se mezclaban, Jesús empieza a decir: “El tiempo se ha cumplido”; se acaban los días de la violencia, del odio, del abandono, de la enemistad, y comienza el tiempo de la justicia y de la paz. La historia de los hombres da un vuelco: “El Reino de los Cielos ha llegado”. El reino del amor, del perdón, de la salvación y del señorío de Dios ha llegado y desde ese momento comienza a afirmarse en la vida de los hombres.
Lo que sucedió en Nínive con la predicación de Jonás se realizaba ahora a orillas del mar de Galilea, se realizaba en plenitud y para el mundo entero. Nínive, capital asiria y “gran metrópoli, con un recorrido de tres días”, es el emblema de toda ciudad, incluso de las grandes ciudades contemporáneas donde la corrupción de los hombres lleva a la destrucción. Dios obligó entonces a Jonás a recorrerla predicando a todos la conversión de los pecados. Al finalizar la predicación, escribe el profeta, “los ninivitas creyeron en Dios... y Dios se arrepintió del castigo que había anunciado contra ellos, y no lo ejecutó”. “Y aquí hay algo más que Jonás” (Mt 12, 41), afirma el Evangelio. Jesús mismo es el contenido del Evangelio. Él no ha venido a mostrar una nueva doctrina o a proponer un sistema de verdades que comprender y difundir. La buena noticia es que finalmente Dios, a través de Jesús, comienza a reinar en la historia de los hombres, y nosotros podemos decir con el profeta: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios»!” (Is 52, 7).
Pero a la intervención de Dios le debe corresponder el compromiso de los hombres: “Convertíos”, pedía a todos Jesús. Se lo repitió también a orillas del lago de Tiberíades a Simón y Andrés, mientras se afanaban echando las redes; y continuando el camino se lo propuso a otros dos hermanos, Santiago y Juan, también ellos ocupados en preparar las redes para la pesca. Eran modestos trabajadores, a veces considerados incluso impuros y de dudosa reputación; y sin embargo precisamente a ellos se les confía un destino extraordinario: “Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres”. Jesús les proponía, quizás en el único lenguaje que podían entender, una nueva perspectiva de vida; una vida que no estuviera centrada en la pesca de siempre, con las redes habituales y en tiempos ya prefijados, sino más bien una existencia inmersa en un nuevo mar, el de la historia, dispuestos a “pescar” a los hombres de las aguas agitadas del mundo para conducirlos hacia la salvación. Para los cuatro pescadores empezaba un tiempo nuevo, una nueva historia, una nueva compañía, ya no con los peces sino con los hombres.
El Señor regresa al mar de nuestras jornadas y de nuestra vida, y mientras cada uno de nosotros, por pequeño o grande que sea, está concentrado en sus redes, envuelto en los dolores y cansancios de siempre, escucha la misma invitación de entonces: “Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres”. El Evangelio señala que “al instante” los cuatro dejaron las redes y lo siguieron. Verdaderamente –como indica el apóstol Pablo- “el tiempo apremia. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no lo disfrutasen. Porque la representación de este mundo pasa” (7, 29-31). Los afectos, el llanto, el divertirse, el comprar, el usar... con frecuencia consumen nuestros días, nuestra mente, nuestra vida, hasta el punto de encerrarla como en una red inextricable. El Señor no viene para mortificar la vida, más bien para liberarla de esta red enmarañada y dilatarla: quiere extender el afecto a muchas otras personas; quiere que lloremos no sólo por nosotros sino con los que están afligidos; quiere que la alegría no sea para unos pocos sino para muchos; quiere que los bienes de este mundo no sean el privilegio de algunos, porque están destinados a todos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.