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Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de Modesta, vagabunda a la que se dejó morir en 1983 en la estación de Termini, en Roma, que no fue socorrida porque estaba sucia. Con ella recordamos a todos los que mueren por las calles sin casa y sin auxilio.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 31 de enero

Recuerdo de Modesta, vagabunda a la que se dejó morir en 1983 en la estación de Termini, en Roma, que no fue socorrida porque estaba sucia. Con ella recordamos a todos los que mueren por las calles sin casa y sin auxilio.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 21 (22), 26-32

26 Tú inspiras mi alabanza en plena asamblea,
  cumpliré mis votos ante sus fieles.

27 Los pobres comerán, hartos quedarán,
  los que buscan al Señor lo alabarán:
  «¡Viva por siempre vuestro corazón!».

28 Se acordarán, volverán al Señor
  todos los confines de la tierra;
  se postrarán en su presencia
  todas las familias de los pueblos.

29 Porque del Señor es el reino,
  es quien gobierna a los pueblos.

30 Ante él se postrarán los que duermen en la tierra,
  ante él se humillarán los que bajan al polvo.
  Y para aquel que ya no viva

31 su descendencia le servirá:
  hablará del Señor a la edad venidera,

32 contará su justicia al pueblo por nacer:
  «Así actuó el Señor».

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los versículos del salmo que cantamos después de la primera lectura forman parte del conocido salmo 21, el que comienza con las palabras que Jesús pronunció sobre la cruz: “¡Dios mío Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (v. 1). Esta angustiosa pregunta de apertura envuelve todo el salmo, como envuelve toda la pasión de Jesús y, en él, el grito de todos los desesperados de la tierra. El hombre sufriente pide explicaciones a Dios por algo que no consigue comprender. En efecto, este salmo es una invocación que sube a Dios, a mi Dios, a nuestro Dios, Él es nuestro Dios y nosotros somos suyos; sin embargo parece abandonarnos, indiferente a nuestro sufrimiento. Es un grito a la vez de pertenencia y de abandono; es una pregunta del hombre y el silencio de Dios. Es la pregunta de muchos pobres abandonados, de los condenados a muerte, de los enfermos solos, de los pueblos oprimidos, de las víctimas de la violencia de los hombres o de la naturaleza. ¿Por qué? Hay una gran angustia en los que sufren; sin embargo permanece la esperanza; hay un lacerante abandono pero también la confianza: es el milagro de la fe. El salmista invoca a Dios para que no esté lejos. Y es escuchado. El lamento -estamos en el versículo 23- da la vuelta y se transforma en oración de acción de gracias: “Contaré tu fama a mis hermanos, reunido en asamblea te alabaré” (v. 23). Y he aquí, estamos en la segunda parte del salmo, que el sufriente, ya curado por el amor de Dios, cuenta a todos el poder y la bondad del Señor, una bondad que no abandona incluso cuando todo parece afirmarlo. El salmo, que se ha abierto con una pregunta de angustia, concluye ahora con una certeza cargada de serenidad. Las palabras que la liturgia nos ha puesto hoy sobre los labios están llenas de alabanza por la nueva visión de la salvación. El salmista ve las obras de la bondad del Señor a partir del cuidado de los pobres: “Los pobres comerán, hartos quedarán” (v. 27). La salvación -parece sugerir el salmista- comienza por los pobres, por la periferia, para decirlo con palabras del Papa Francisco: “Los pobres comerán, hartos quedarán, los que buscan al Señor lo alabarán” (v. 27). El amor por los pobres se vuelve atractivo porque en este se manifiesta el amor gratuito del Señor: “volverán al Señor todos los confines de la tierra; se postrarán en su presencia todas las familias de los pueblos” (v. 28). Es una indicación de la que tenemos que hacer más un tesoro. El amor por los pobres es el camino más seguro para “ver” el amor de Dios. Es un camino que todos pueden ver y practicar. Y es lo más elevado que podemos transmitir a las generaciones que vendrán. Viendo a los pobres que son ayudados, ellos dirán: “Así actuó el Señor” (v. 32).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.