ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 3 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 26 (27), 1.3.5.8-9

1 El Señor es mi luz y mi salvación,
  ¿a quién temeré?
  El Señor, el refugio de mi vida,
  ¿ante quién temblaré?

3 Aunque acampe un ejército contra mí,
  mi corazón no teme;
  aunque estalle una guerra contra mí,
  sigo confiando.

5 Me dará cobijo en su cabaña
  el día de la desgracia;
  me ocultará en lo oculto de su tienda,
  me encumbrará en una roca.

8 Digo para mis adentros:
  «Busca su rostro».
  Sí, Señor, tu rostro busco:

9 no meocultes tu rostro.
  No rechaces con ira a tu siervo,
  que tú eres mi auxilio.
  No me abandones, no me dejes,
  Dios de mi salvación.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor, el refugio de mi vida, ¿ante quién temblaré?” (v. 1). Estas primeras palabras del salmo manifiestan la firme confianza del salmista en el Señor, una confianza que permanece inquebrantable a pesar de todas las dificultades que puedan surgir. El creyente dice a su Señor: “Aunque acampe un ejército contra mí, mi corazón no teme; aunque estalle una guerra contra mí, sigo confiando” (v. 3). La confianza permanece firme aunque los padres lo abandonen, o lo acusen falsos testigos. El creyente no se derrumba. Esta confianza permite afrontar con dignidad las cosas adversas: “Entonces levantará mi cabeza ante el enemigo que me hostiga” (v. 6), afirma el salmista con orgullo. El miedo corroe la confianza en el Señor porque lleva a mirarse a uno mismo y a confiar en las propias fuerzas. Pero es el Señor quien salva: él es el fuerte y el poderoso que salva al hombre de la ruina. La confianza en el Señor mantiene firmes a los débiles y hace resistir a los que se confían al Señor. De ella brota la certeza de que el Señor interviene en nuestra ayuda: “No me abandones, no me dejes, Dios de mi salvación” (v. 9). Sin embargo el salmista sabe bien que la confianza en el Señor vive y se fortalece en la casa del Señor, es decir, en la comunidad de los creyentes. Por eso regala a nuestros labios el único deseo a tener: “Una cosa pido al Señor, es lo que ando buscando: morar en la Casa del Señor todos los días de mi vida” (v. 4). Es en la comunidad de los creyentes donde se nos ayuda a cultivar al hombre interior que no se busca a sí mismo sino al Señor y lo que le pertenece. El salmista, dirigiéndose al Señor, reza: “Digo para mis adentros: «Busca su rostro». Sí, Señor, tu rostro busco” (v. 8). La fe concentra toda la vida del creyente en la búsqueda de Dios, hasta el punto de que el único y verdadero miedo de debemos tener es el mismo del salmista: que Dios esconda su rostro (v. 9). Pero esto no sucederá. Dios, de hecho, es más fiel que un padre y que una madre: “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá” (v. 10).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.