ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 8 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 103 (104), 1-2.27-30

1 ¡Bendice, alma mía, al Señor!
  ¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
  Vestido de esplendor y majestad,

2 te arropa la luz como un manto,
  como una tienda extiendes el cielo,

27 Todos ellos esperan de ti
  que les des su comida a su tiempo;

28 se la das y ellos la toman,
  abres tu mano y se sacian de bienes.

29 Si escondes tu rostro, desaparecen,
  les retiras tu soplo y expiran,
  y retornan al polvo que son.

30 Si envías tu aliento, son creados,
  y renuevas la faz de la tierra.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia propone para nuestra oración algunos versículos del salmo 103. En los dos primeros con los que comienza el salmo se nos pide unirnos a la bendición que brota de lo profundo del corazón del creyente mientras contempla la creación: “¡Bendice, alma mía, al Señor!” (v. 1). Esa belleza es fruto de la obra de Dios: “¡Señor, Dios mío, qué grande eres! Vestido de esplendor y majestad, te arropa la luz como un manto” (vv. 1-2). El salmista, por tanto, compone la alabanza a Dios que ha creado el mundo con una armonía plena hecha de una densísima trama de relaciones, de servicios recíprocos entre las criaturas que se intercambian dones. Es el encanto ante tanta belleza y armoniosa variedad. La liturgia nos propone a continuación la sexta estrofa del salmo –la que corresponde a los versículos 27 al 30- en la que el salmista hace que toda la creación se vuelva hacia el Señor: todos ante Dios esperando confiadamente sus dones de vida. Es una bella oración extraída de las “Dieciocho Bendiciones” –un conocido texto de la liturgia sinagogal- que explicita bien esta espera: “Tú eres eterno y poderoso, mi Señor, haz descender el rocío, haz que el viento sople y que caiga la lluvia a su tiempo. Tu alimentas a los vivientes. Sostén a quien vacila, a quien se debate y se angustia en la duda, y corre el riesgo incluso de caer en el pecado. Tú devuelves la salud a los enfermos, liberas a los prisioneros, haces vivir a los muertos manteniendo la promesa que hiciste a quien está en la sombra y yace en la tierra”. El salmista presenta a las criaturas en espera de la decisión de Dios: “Todos ellos esperan de ti que les des su comida a su tiempo; se la das y ellos la toman, abres tu mano y se sacian de bienes” (vv. 27-28). Vienen a la mente las palabras de Jesús, que pide a los que le escuchan tener la misma fe en el Padre que tienen los pájaros del cielo y los lirios del campo (cfr. Mt 6, 26-29). Concluye Jesús: “Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?” (v. 30). La creación se pone como ejemplo para los hombres, que por el contrario están a menudo tan replegados sobre sí mismos que se vuelven ciegos y obtusos. El salmista, a través de un diálogo filial imaginario entre las criaturas y el Creador, exhorta a los creyentes no sólo a contemplar la creación sino a imitarla en su espera confiada en los dones de Dios. En los dos versículos siguientes (29 y 30) el salmista invoca el “aliento¨ que Dios da al hombre para que viva. Es el envío del “espíritu” lo que renueva todas las cosas: “Si envías tu aliento, son creados, y renuevas la faz de la tierra” (v. 30). Este versículo ha sido transformado en oración de la liturgia para que el Señor mande su espíritu sobre la comunidad de discípulos para que puedan renovar la tierra: “Manda tu Espíritu, oh Señor, y renueva la faz de la tierra”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.