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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

III de Cuaresma
Recuerdo de San José, esposo de María, que en la humildad “tomó consigo al niño”. Aniversario del inicio del ministerio pastoral del papa Francisco.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 19 de marzo

Homilía

El Evangelio nos presenta a Jesús cansado, pero no por el camino recorrido. Su cansancio –podríamos decir- nacía del continuo ir detrás de nosotros para sacarnos de los problemas en los que nos metemos, para defendernos de los peligros hacia los que caminamos, para librarnos de los pecados en los que caemos. También tenía hambre, pero no de pan. Los discípulos, tras haber traído comida, le dicen: “Rabbí, come”. Pero él responde: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis… Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado”. Los discípulos, como de costumbre, no comprenden; el hambre de Jesús era llevar a cabo la obra del Padre. Jesús tenía sed, pero no tanto de agua. Cuando le pide a aquella mujer: “Dame de beber”, Jesús tiene sed de salvarla; podríamos decir que tiene sed de su cariño, así como del nuestro. En general huimos de esta petición de amor y de compañía tan fuerte y radical –porque sin duda el amor del Señor es un amor exigente–, y escogemos nuestros pequeños amores, nuestras pequeñas revanchas. Y le oponemos la misma resistencia que le opuso aquella mujer samaritana: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?”. En realidad aquella petición de Jesús superaba ya un muro: hablaba con una mujer, y además samaritana; un proverbio rabínico enseñaba: “Quien come pan de los samaritanos es como el que come carne de perro”.
La mujer queda turbada por la petición de Jesús, pero no comprende la energía de amor que se esconde tras aquellas palabras: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”. Dios amaba a aquella mujer que estaba tan lejos, pero ella no se había dado cuenta. Su vida, marcada por las desilusiones y las traiciones, quizá no abrigaba ya esperanza alguna. Es la historia de los cinco maridos; ya no creía mucho en los demás, y ni siquiera tenía mucha fe en sí misma. ¿Cómo podría tener fe en un extranjero? No podía entender que era Dios quien le hablaba en aquel judío cansado y sediento, y sin nada con qué sacar el agua. “¿De dónde, pues, tienes esa agua viva?”, le pregunta resignada y escéptica. Para ella, acostumbrada a la dureza de la vida, la palabra ya no contaba, no cambiaba la existencia, no daba la vida. Esa mujer es muy parecida a nosotros. Su vida estaba llena de traiciones y problemas. Se había convertido en una mujer dura, obligada a defenderse y a responder de forma agresiva (“¿Cómo tú me pides de beber a mí?”); agresiva para no admitir las desilusiones y el fracaso. Lo hacía con todos, incluso con aquel extraño que le hablaba con simplicidad y de forma directa. Era una pobrecilla, con una vida complicada, que debía recorrer un largo camino para ir a sacar agua. Era una mujer que se había hecho fuerte con su experiencia, que creía conocer ya la vida. Sus juicios eran rápidos.
¿Qué podía hacer aquel hombre sin medios, débil y sin nada para poder sacar el agua? Ella ya no creía en nada, sólo en su jarra, en su fatiga, en lo que veía y tocaba con sus manos. ¡El Evangelio es un sueño fuera de la realidad! Para ella, escéptica, materialista, acostumbrada a la dureza de la vida, las palabras ya no contaban. Pero también era lista: cuando Jesús habla de un agua distinta, por la que no tendría ya más sed ni habría hecho falta caminar más hasta el pozo, rápidamente buscó su provecho. Quería tomar algo del Evangelio sin cambiar nada; deseaba aprovechar aquella oportunidad pero seguir siendo la de siempre. El encuentro con Jesús es personal, toca el corazón. Jesús la ayudó a ser ella misma: “No tengo marido”, dijo. No contó todo de sí misma. Jesús no la agredió, no la humilló con una descripción embarazosa de su historia de tantos amores buscados y traicionados: le explicó, con sensibilidad, toda su vida. La verdad es Jesús. ¡Esto es precisamente lo que la conmovió: ser comprendida, conocida tal como era y amada! No es una ley o un juicio lo que cambia los corazones, sino el largo e insistente encuentro con aquel hombre que hablaba con libertad y amor. ¡Dejemos que nos diga todo lo que hemos hecho! ¡Nos convertiremos en una fuente en medio de la aridez de la vida! ¡Hablaremos a muchos con la misma admiración de esa mujer de Samaría sobre alguien que nos ha hablado con amor!
La Iglesia, decía el papa Juan, es como la fuente en un pueblo: es para todos, y todos pueden acercarse a tomar el agua del amor y de la consolación. Que sea así también para nuestros corazones, posesivos y pecadores pero conocidos, amados y perdonados por el Señor, hombre sediento que camina y pide amor. Que el Señor nos enseñe a ser fuente de amor, sirviendo a quien tiene sed. Así encontraremos el amor que no acaba y que apaga nuestra sed.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.