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Liturgia del domingo
Domingo 14 de mayo

Homilía

El Evangelio que se nos ha anunciado nos narra la última cena de Jesús con los discípulos. Jesús estaba a punto de dejarles, dentro de poco celebraremos la Ascensión al cielo, y quería que los discípulos entendieran las exigencias del Evangelio en profundidad: no bastaban las palabras, eran necesarios gestos concretos y él fue el primero en dar ejemplo. Les vio tristes mientras les decía: “Ya poco tiempo voy a estar con vosotros” (Jn 13,33). Por lo demás, ¿cómo podían no estar tristes? Se iba aquel por quien habían dejado todo: casa, tierra, afectos y trabajo. Jesús intentó tranquilizarles: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí”. Ya se lo había dicho otras veces: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado” (Jn 12,44). Con estas palabras Jesús volvía a confirmar la identificación entre la elección de Dios y la de Él mismo. Queriendo traducir literalmente el texto se debería decir: “Cuando uno me da la adhesión, no es a mí a quien la da, sino a aquel que me ha enviado”. Los discípulos lo habían intuido pero no de manera clara. Jesús quiso explicarlo otra vez, sobre todo en aquel momento de adiós, precisamente porque en esta identificación entre Jesús y el Padre residía, y sigue residiendo, lo discriminante de la fe. Se trataba de entender, o mejor, de acoger con la mente y el corazón, la relación tan singular entre Jesús y el Padre. Aquella primera comunidad, pequeña y frágil, por la que Jesús había trabajado y sufrido, no debía entristecerse y les explicó el motivo.
Es él el primero que no quiere separarse de ellos; y se lo dio a entender de inmediato: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones… cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros”. Jesús está hablando de la “casa del Padre”. Esta vez no se refiere al templo (Jn 2,16), sino al Reino de Dios, al Paraíso, allí donde veremos a Dios “cara a cara”. Aun más; Jesús añade que ellos ya conocen el camino para llegar allí. Tomás, al oír estas palabras, pregunta: “no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Jesús responde: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí”. Entonces interviene Felipe: “Muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica con un afligido reproche: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Aquí apreciamos el corazón del Evangelio y de la fe cristiana, y quizás también el de toda búsqueda religiosa. Sí, ¿dónde buscar a Dios? ¿dónde encontrarle? El apóstol Juan dice en su primera Carta: “Nadie ha visto jamás a Dios” (4,12), pero Jesús nos lo ha revelado. Eso significa que si queremos “ver” el rostro de Dios, sólo tenemos que mirar el rostro de Jesús; si queremos conocer el pensamiento de Dios, es suficiente conocer el pensamiento de Jesús, el Evangelio; si queremos comprender la voluntad de Dios, es suficiente con ver cuál es la voluntad de Jesús. En definitiva, los cristianos no tienen otra imagen de Dios que la de Jesús. Nuestro Dios tiene los rasgos de Jesús, el rostro de Jesús, el amor de Jesús y la misericordia de Jesús. El Paraíso es Jesús; mirando a Jesús vemos a Dios “cara a cara”.
Vemos el rostro de un Dios que es tan poderoso que cura a los enfermos, pero también el rostro de un niño que apenas nacido debe huir para evitar la muerte; vemos a un Dios que hace resucitar de la muerte pero que se conmueve y llora por el amigo muerto. Es el rostro de un Dios lleno de misericordia que camina por nuestras calles no para condenar y castigar, sino para curar y sanar, para consolar y animar, para sostener y ayudar a todos los que lo necesitan. ¿Quién no necesita a un Dios así? Y al final, Jesús parece realmente exagerar: “El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún”. No, no es la exageración acostumbrada de Jesús. Es más bien la ambición que tiene sobre sus discípulos de todos los tiempos, también por nosotros. Continuar amando como él amó y obrando como él obró”. El mundo necesita una Iglesia así; esta ciudad nuestra necesita discípulos así. Es el legado que hoy Jesús nos deja también a nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.