ORACIÓN CADA DÍA

Palabra de dios todos los dias

Domingo de la Ascensión
Recuerdo de los santos Addai y Mari, fundadores de la Iglesia caldea. Oración por los cristianos en Irak.
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Libretto DEL GIORNO
Domingo 28 de mayo

Homilía

Hoy contemplamos el misterio de Jesús que “asciende” al cielo. El Evangelista Lucas lo narra como el punto culminante del itinerario de Jesús. Lo indica al comienzo del camino hacia Jerusalén cuando escribe: “Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (9,51). Y la ascensión cierra la narración del Evangelio. Se podría decir que con la ascensión la Pascua llega a su cumplimiento y con esta comienza el itinerario de los discípulos por los caminos del mundo. Estos son llevados por Jesús fuera de Jerusalén, hacia Betania. Mientras están con él, quizá conscientes de la solemnidad del momento, le preguntan si finalmente había llegado el momento en el que restablecería el reino de Israel. Era una pregunta importante, que venía a decir: “¿Podemos por fin no preocuparnos más, no esperar más? ¿Hemos vencido al mal definitivamente? ¿Cuándo vas a demostrar de una forma evidente que tú eres el Mesías?”. No era la primera vez que preguntaban a Jesús si había llegado el momento en que todo quedaría claro. En esta pregunta, junto a la espera justa de un mundo final y definitivamente salvado, quizá se encerraba el deseo perezoso de no tener que esforzarse más contra la división y las dificultades, contra la fuerza del mal en el mundo. Como queriendo decir que no se puede estar siempre en tensión. De todos modos, es justo preguntarse cuándo vencerá el amor y la muerte será derrotada para siempre, cuándo serán enjugadas las lágrimas de los hombres, pero Jesús no responde a esta pregunta de los suyos y aclara: “No es cosa vuestra conocer el tiempo y el momento que el Padre ha fijado con su propia autoridad”. Por lo demás nosotros, como aquellos discípulos de entonces, muchas veces entendemos poco de la vida y fácilmente la reducimos a lo que entendemos personalmente, a lo que experimentamos. La vida, parece sugerir Jesús, es mucho más grande y compleja, y ciertamente no espera a que nosotros conozcamos los tiempos y los momentos. Sin embargo el Señor no deja a los discípulos en la incertidumbre de un mundo complejo y a veces incluso adverso y promete la fuerza verdadera, la del Espíritu Santo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros”.
La ascensión de Jesús al cielo no quiere decir por tanto que Jesús se haya alejado de los discípulos, sino sobre todo que ha llegado al Padre y se ha sentado junto a él en la gloria. Ascender, por tanto, quiere decir entrar en una relación definitiva con Dios. Lo alto a que aluden las Escrituras quiere sugerir que, al igual que el cielo nos cubre y nos envuelve, también el Señor, al subir al cielo, nos cubre y nos envuelve a todos. Por tanto, más que alejarse es acercarse de modo más amplio y fascinante; y los discípulos lo intuyen, por ello están llenos de gloria, como observa Lucas: “Después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo”. ¿Cómo iba a ser posible alegrarse mientras el Señor se aleja? Los apóstoles habían entendido que Jesús se quedaría con ellos para siempre, allí donde fueran, como por lo demás les dijo, según las últimas palabras de Jesús transmitidas por Mateo: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (28,20).
Es la presencia de Jesús lo que vivimos en la santa Liturgia. La Epístola a los Hebreos, afirmando que Jesús sube al santuario del cielo, un santuario no hecho por manos de hombre, nos sugiere que es precisamente la santa liturgia el santuario en el que el Señor nos acoge. Somos todos admitidos en presencia de Dios y revivimos el misterio de Jesús que asciende hacia el Padre, como les sucedió a los discípulos. Desde el ambón –el monte alto de Betania, Jesús sigue hablando y después bendiciendo con su Palabra; y la nube que le envolvió ocultándole a los ojos de su familia es similar a la nube de incienso que rodea el altar y que envuelve el pan santo y el cáliz de la salvación mientras son elevados al cielo. Al igual que los discípulos, también nosotros podemos vivir su misma experiencia religiosa, es decir, la cercanía al Señor que está presente en medio de nosotros y que nos habla y nos concede su Espíritu. Nos viene el recuerdo de las palabras que los discípulos habían oído a Jesús: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.» (Mt 18,20). Aquel día de la ascensión le entendieron hasta el fondo: en cualquier parte de la tierra, en cualquier época, en cualquier hora que se reunieran dos o más discípulos del Señor, Él estaría en medio de ellos. Desde aquel momento en adelante, la presencia de Jesús habría sido más amplia tanto en el espacio como en el tiempo; habría acompañado a los discípulos para siempre, a donde fueran. De aquí el motivo de la gran alegría que Lucas subraya. Nadie en el mundo habría podido jamás alejar a Jesús de sus vidas. Aquella alegría de los discípulos es ahora nuestra alegría.
El cielo por tanto no es la dimensión de nuestro yo ni de nuestras convicciones, sino Jesús mismo: “Galileos, ¿por qué permanecéis mirando
al cielo? Este Jesús, que de entre vosotros ha sido llevado al cielo, volverá así tal como le habéis visto marchar al cielo” advierten los dos hombres vestidos de blanco. Es la invitación a tener los ojos del corazón fijos en Jesús, con aquel cuerpo a la vez herido y glorioso. No es un fantasma, no aparece con un cuerpo nuevo y perfecto sino con su mismo cuerpo marcado por la historia, por la violencia y por las heridas recibidas. La concreción de Jesús resucitado y aún herido establece un vínculo estrecho entre la vida de la tierra y la del cielo, como el apóstol Pablo parece sugerir en la epístola a los Colosenses: “Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo seres de la tierra y de los cielos (Col, 19-20). La Ascensión es el futuro que Dios comienza con su Hijo, el Primogénito. Estar con Jesús quiere decir ya ascender con él allí donde ha preparado un lugar para nosotros también, como dijo a los discípulos: “Voy a prepararos un lugar para que donde esté yo estéis también vosotros”. Sí, queridas hermanas y queridos hermanos, el cielo ya ha comenzado cuando nos reunimos en el nombre de Jesús, cuando nos amamos como él nos ha amado, cuando encontramos a los pobres y a los débiles y les sentimos hermanos. Cierto que somos hombres débiles y aún incrédulos, pero el Espíritu que el Señor derrama en nuestros corazones nos hace fuertes y capaces de dar testimonio de su amor hasta los confines de la tierra.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.