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Liturgia del domingo
Domingo 25 de junio

Homilía

«No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,28). Cuando el evangelista Mateo reproducía estas palabras de Jesús, probablemente tenía ante sus ojos la experiencia de su comunidad que debía soportar una fuerte oposición. Y quería tranquilizarla con las mismas palabras de Jesús. El Señor nunca abandona a sus discípulos. Al contrario, todo aquel que gasta su vida por el Evangelio recibe el consuelo del Señor, sobre todo si debe hacer frente a dificultades y pruebas. El Evangelio de la cruz y de la resurrección nunca ha sido fácil y lineal para la comunidad cristiana. San Agustín, en La Ciudad de Dios, escribía que el discípulo «debe continuar su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios». Pero ¿qué significa para nosotros la exhortación evangélica a no tener miedo y a no tener miedo de los hombres, teniendo en cuenta que no vivimos en un tiempo de persecuciones? Tal vez el problema sea precisamente ese. Es cierto que la mayoría de los cristianos no sufre persecución –aunque sí hay mártires hoy día en varios lugares de la tierra–, pero es fácil que muchos sientan debilidad en su corazón, porque existe una cultura que vacía los corazones por dentro. La mentalidad narcisista y egocéntrica fácilmente diluyen la audacia y la valentía de creer que el Evangelio es una fuerza de cambio y de salvación. Albert Schweitzer, teólogo y músico protestante del siglo pasado que pasó varios años de su vida en una leprosería de Lambaréné, en África, repetía con gran sabiduría que no podemos borrar lo heroico que hay en el Evangelio, su dimensión martirial, podríamos decir. La cultura individualista que ha envenenado incluso la sensibilidad religiosa lleva a pensar en la salvación como algo individual, y de ese modo, hace que se pierda la dimensión de salvación de pueblo que el Señor muestra en el Evangelio. El martirio que pide el evangelio es la decisión de gastar la vida no para uno mismo sino, precisamente, para el Señor y para los pobres. El beato Óscar Arnulfo Romero, en la homilía que pronunció en el funeral de un sacerdote asesinado por los escuadrones de la muerte, decía que el Concilio Vaticano II nos pide a todos los cristianos que seamos «mártires», es decir, que demos nuestra vida por los demás. Y añadía que a algunos –como a aquel sacerdote por que yacía en el ataúd ante todos–, el Señor les pide que la den hasta la efusión de su sangre, pero en cualquier caso, nos pide a todos que la gastemos por los demás. Ese es el cristianismo que necesita el mundo. Un cristianismo que renuncia, que no sabe tener esperanza en un mundo de paz, carece de su «heroicidad» y pierde su fuerza. La Palabra de este domingo nos exhorta a no tener miedo de seguir al Señor y de dar testimonio de él con nuestra vida. A veces es fácil pensar que el Evangelio nos pide llevar una vida rebajada, hecha solo de renuncias, sin un interés real por nosotros, que termina siendo ineficaz para la sociedad. Al contrario. El discípulo que sigue el camino del Evangelio no se pierde, Dios lo sostiene: «¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos». Esta atención cariñosa del Señor se convierte en compañía en la lucha por comunicar el Evangelio hasta los extremos de la tierra. Jeremías nos muestra esta proximidad: «El Señor está conmigo como un campeón poderoso, por eso tropezarán al perseguirme, se avergonzarán de su impotencia» (20,11). Pero la victoria solo es posible si morimos del amor por nosotros mismos y confiamos en la fuerza del Evangelio.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.