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Domingo 2 de julio

Homilía

«El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). Jesús pide a los discípulos un amor tan radical que supera el amor por los familiares. Solo quien tiene este amor es «digno» del Señor. Hasta tres veces en pocas líneas se repite: «ser digno de mí», una insistencia que contrasta con las palabras del centurión que repetimos en cada celebración eucarística: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa». Sí, ¿quién puede afirmar que es digno de acoger al Señor? Una mirada realista a la vida de cada uno de nosotros es suficiente para que nos demos cuenta de nuestra pequeñez y de nuestro pecado.
Ser discípulo de Jesús no es fácil ni inmediato, y no se logra por nacimiento o por tradición. Uno es cristiano solo porque lo decide, no por nacimiento. Y el Evangelio nos dice cuál es la transcendencia de esa decisión. Los discípulos de Jesús son aquellos que comparten sin reservas su persona y su destino, hasta identificarse con él. En ese sentido el discípulo se encuentra a sí mismo cuando encuentra a Jesús.
Ese es el sentido de las palabras que siguen: «El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará». Es una de las frases de Jesús más reproducidas (la encontramos hasta seis veces en los evangelios). Evidentemente la primera comunidad cristiana comprendió la importancia de esta frase y veía que se había hecho realidad en el mismo Jesús. Él «recuperó» su vida (en la resurrección) «perdiéndola» (es decir, gastándola hasta la muerte) para anunciar el Evangelio. Es exactamente lo contrario de lo que normalmente piensa la gente, que cree ser feliz cuando se guarda para sí misma su vida, su tiempo, sus riquezas, sus intereses; pero sabemos el daño que provoca el sentimiento de conservación de uno mismo y de los intereses de uno a toda costa. El discípulo, por el contrario, halla su felicidad gastando su vida por el Señor y por los pobres, renunciando a conservarse a sí mismo para darse por completo al Señor. «Mayor felicidad hay en dar que en recibir», decía Pablo a los jefes de la Iglesia de Éfeso, citando un dicho de Jesús que no figura en los evangelios (Hch 20,35).
El evangelista cierra el «manual» de los discípulos en misión –así se podría definir el capítulo diez de Mateo– con algunas observaciones sobre cómo les reciben. Es natural que el enviado espere que aquellos a los que ha sido enviado lo acojan. El mismo Jesús así lo espera y destaca el motivo de fondo: «Quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado». En este versículo se condensa el porqué de la dignidad del discípulo: la total dependencia del Señor, hasta el punto de que su presencia significa la presencia misma de Jesús. Es evidente que se trata de acoger al discípulo como «profeta», es decir, como alguien que trae el Evangelio, que no anuncia su propia palabra sino la Palabra de Dios. Y recibir la Palabra es la recompensa que el Señor promete a aquellos que acogen a sus discípulos. Jesús los llama también «pequeños». El discípulo, de hecho, no tiene ni oro ni plata, no tiene alforja ni dos túnicas, y debe caminar sin llevar sandalias ni bastón (Mt 10,9-10). Su única riqueza es el Evangelio, y frente al Evangelio también él es pequeño. El discípulo depende totalmente del Evangelio. Esta es la riqueza que debemos conservar; esta es la riqueza que debemos transmitir.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.