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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XXVI del tiempo ordinario
Recuerdo de santa Teresa de Lisieux (+1897), monja carmelitana a la que movía un profundo sentido de la misión de la Iglesia.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 1 de octubre

Homilía

«Los publicanos y las prostitutas llegarán antes que vosotros al Reino de Dios», dijo Jesús a los fariseos que lo escuchaban en el templo. Sin duda estas palabras sonaron como un abrasante latigazo. ¡Que los públicos pecadores y las prostitutas precedieran a los fariseos, que se consideraban (y eran considerados) «puros»! Pero ¿cuál es el reproche que Jesús hace a los fariseos? Remarca ante todo la distancia entre su «decir» y su «hacer». Y lo ejemplifica narrando una brevísima parábola. Un hombre tenía dos hijos y pidió a ambos que fueran a trabajar a la viña. El primero se niega, pero luego se arrepiente y va al trabajo. El segundo, en cambio, se manifiesta dispuesto, pero no va. Y Jesús pregunta a los fariseos: «¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?». Ellos solo pueden contestar: «El primero». Era la única respuesta posible. Son los propios fariseos los que ponen de manifiesto la contraposición entre el «decir» y el «hacer». El Evangelio repite en varias ocasiones que las palabras no son suficiente; lo importante es «hacer la voluntad de Dios». Las palabras por sí solas no salvan, hay que ponerlas en práctica. El ejemplo del primer hijo es eficaz: cumple la voluntad del padre no con palabras, que son más bien contrarias a dicha voluntad, sino con los hechos.
En la figura del padre se manifiesta Dios, que llama a todos a trabajar para su viña. Y obviamente el Padre del cielo exige que el trabajo se lleve realmente a cabo: «No todo el que me diga “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21), había dicho Jesús. Quien escucha y no pone en práctica lo que escucha, o bien quien ama solo con palabras y no con hechos, es como aquel que construye sobre la arena: cae la lluvia, bajan los ríos, soplan los vientos y la casa se desmorona. En cambio, construye sobre la roca aquel que escucha el Evangelio e intenta ponerlo en práctica (Mt 7,24-27). La distancia entre decir y hacer manifiesta qué es la religiosidad farisaica que Jesús estigmatiza. Y es evidente que se trata de una acusación no solo contra los fariseos del tiempo de Jesús, sino contra todo aquel que se comporta como ellos, contra todo aquel que esté más pendiente de aparentar que de ser, más pendiente de las palabras que del hacer, más pendiente de la exterioridad que del corazón. Y si nos examinamos un poco vemos en seguida que cada uno de nosotros nos parecemos a aquel primer hijo más dispuesto a decir sí con los labios que a hacer concretamente la voluntad de Dios. Hay una obediencia que tiene el tono y la forma de la deferencia, de la apariencia y del equilibrio, pero que en el fondo esconde una sutil rebelión interior. Del mismo modo que puede haber una exterior desobediencia que presenta una superficie descompuesta e indisciplinada pero que en realidad tiene en su interior una sustancia válida y ejemplar de compromiso.
Jesús afirma que más fácilmente un pecador se arrepentirá que un biempensante, seguro y altanero de su justicia, romperá el duro envoltorio de su autocomplacencia y de sus costumbres. Pone el ejemplo de los que escuchan y los que no escuchan la predicación del Bautista: los fariseos la rechazaron, mientras que los pecadores se convirtieron. Aún más, estos no se contentaron con escuchar sino que preguntaron: «¿Qué debemos hacer?» (Lc 3,10-14); y pusieron en práctica todo cuanto les decía el predicador. Eso es la fe: escuchar la invitación de la predicación del Evangelio y sentir que son palabras dirigidas personalmente a nosotros, no palabras abstractas para debatir y disertar. Aquel que deja que el Evangelio toque su corazón se aleja de sí mismo (en el fondo la religiosidad farisaica es la complacencia de uno mismo, de los comportamientos que cada uno tenemos) y se abandona a la voluntad de Dios. El ejemplo de Francisco de Asís, que celebraremos dentro de unos días, es lo contrario de la religiosidad farisaica. Él fue discípulo en el sentido pleno del término: escuchó el Evangelio y lo puso inmediatamente en práctica al pie de la letra. No, no fue un héroe. Fue un hombre que se dejó amar por el Señor hasta el final y por eso lo siguió sin resistirse. Lo dejó todo porque había encontrado a alguien que lo amaba más que él mismo. Sucede lo mismo también con nosotros, al menos por parte del Señor. Jesús nos ha amado más que nosotros mismos. Francisco de Asís lo reconoció. A nosotros nos cuesta porque todavía nos miramos solo a nosotros mismos y nuestros problemas. Miremos al Señor y dejemos que él nos ame.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.