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Memoria de los apóstoles
Palabra de dios todos los dias

Memoria de los apóstoles

Recuerdo de los apóstoles Simón el Cananeo, llamado el zelota, y Judas Tadeo.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de los apóstoles
Sábado 28 de octubre

Recuerdo de los apóstoles Simón el Cananeo, llamado el zelota, y Judas Tadeo.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 6,12-16

Sucedió que por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hoy la Iglesia recuerda a los apóstoles Simón y Judas. Simón es llamado el «zelota» tal vez porque pertenecía al grupo antirromano de los zelotas que recurrían también a la violencia. Según la tradición predicó el Evangelio en Samaría, en Mesopotamia y murió en Persia. Judas, llamado también Tadeo, que significa «magnánimo», es el apóstol que en la última cena pidió a Jesús que se manifestara únicamente a los discípulos y no al mundo. Su nombre aparece en último lugar en las listas de los apóstoles. La tradición lo indica como autor de la carta homónima dirigida a los conversos del judaísmo. De la vida de ambos no se sabe casi nada, pero no por eso son menos importantes que los demás. En la Iglesia no importa la notoriedad, sino la comunión con el Señor y con los hermanos. A menudo, por desgracia, sucede en la comunidad lo que sucedía también entre los apóstoles, es decir, que se discute sobre quién es el primero. En la Iglesia la única primacía que hay que buscar es la del amor y, por tanto, del servicio generoso y gratuito. Jesús los llamó también a ellos por su nombre, como si quisiera subrayar que su amor es lo que da dignidad a los discípulos. Y del amor que Jesús muestra por nosotros nace también aquel amor que debe reinar entre los discípulos, aquel amor fraterno que es la razón por la que los demás creerán en el Señor. El nombre, en la mentalidad bíblica, no es solo un medio para llamarnos, es mucho más: significa la historia, el corazón, la vida de cada persona. Cuando el Señor nos llama se produce también un cambio de nombre, es decir una transformación del corazón y la entrega de una nueva vocación. Por ejemplo, Simón pasa a ser Pedro, es decir, roca, cimiento. Recibir el nombre significa ante todo ser amado por Dios, ser llamado cada uno por su nombre. Y también significa recibir de Dios un nuevo cometido. Conocer a los demás por su nombre es uno de los tesoros más preciosos de la vida, también desde un punto de vista simplemente humano. El Señor lo exalta aún más: conocernos y llamarnos por nuestro nombre es el signo de un amor que lleva el sello de Dios. Desde ese punto de vista se ve más claramente la familiaridad que debe caracterizar la vida de los discípulos y que debe extenderse a todos, empezando por los pobres. Así pues, no es poco impactante acostumbrarse a llamar también a los pobres por su nombre. Es difícil que eso suceda. Pero existe un vínculo entre el nombre de los discípulos y el de los pobres. Es el don de ser todos hijos amados por Dios, cada uno con su nombre.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.