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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 19 de noviembre

Homilía

La parábola de los talentos empieza hablando de un hombre que antes de salir convoca a tres empleados y les entrega sus bienes. Tiene en ellos una confianza absoluta, hasta el punto de que confía a cada uno de ellos una elevada suma de talentos. Un talento correspondía a unos 50 kilos de oro. Era, pues, una cantidad de dinero muy relevante. Esa magnitud permite comprender la importancia del encargo que el señor confía a los empleados. Al primero le confía la gestión de cinco talentos, un verdadero patrimonio. Al segundo le confía dos y al tercero, uno. La repartición, como vemos, es personal y respeta las distintas capacidades de cada uno. No estamos aquí ante una llana homologación: el señor conoce las distintas habilidades de sus siervos y las respeta. Desde el momento que se va el señor hasta el momento de su retorno, los tres empleados deben hacer fructificar lo que les ha sido entregado. Es evidente que no son propietarios sino administradores. Efectivamente, a su retorno el señor les pedirá cómo han administrado lo que habían recibido. Al partir el señor, el primer siervo se pone manos a la obra y dobla el capital (v. 16). No es casual que el evangelista escriba que «enseguida» el primer siervo se pone a trabajar, como indicando el gran compromiso que asume y la responsabilidad que siente por los intereses del señor. Igualmente hace el segundo siervo (v. 17). El tercero, en cambio, cava un hoyo en el suelo y esconde el talento que ha recibido. Cabe destacar que enterrar el talento no es algo tan extraño; corresponde a un dictado de la jurisprudencia rabínica según el cual aquel que, después de recibir una prenda o un depósito, lo entierra, queda liberado de toda responsabilidad.
Cuando vuelve el señor, el primer siervo se presenta y recibe alabanzas y una recompensa. El segundo acude y también presenta el doble de cuanto había recibido, por lo que obtiene asimismo una recompensa. El tercero se acerca y devuelve al señor aquel único talento que había recibido. Explica el motivo de su gesto: tenía miedo de un señor duro y quería tranquilizarse siguiendo estrictamente la costumbre jurídica. Aquel talento, aquellos talentos, son la vida, no la abstracta sino la concreta, la de cada día, que se hace con la relación entre nosotros y el mundo. Todo eso se confía a la responsabilidad de cada uno para que lo hagamos fructificar. Y cada uno recibe en función de sus capacidades. Eso significa que no hay igual medida de vida para todos, pero también que no hay nadie que sea incapaz de hacer fructificar la vida que tiene; no hay nadie que pueda esgrimir excusas (la mentalidad, el carácter, la misma enfermedad y el debilitamiento...) para eludir la responsabilidad de emplear su propia vida haciéndola fructificar. En todo caso muchas veces la hacemos fructificar solo para nosotros mismos, la empleamos solo para nuestro beneficio, para nuestra seguridad particular, para nuestra tranquilidad y basta. Eso es lo que buscó el tercer siervo: enterró el talento para tener «paz y seguridad», como escribe el apóstol en la carta a los Tesalonicenses.
El tercer siervo tenía la ley de su parte, que lo liberaba de toda responsabilidad y sobre todo de los riesgos de comprometerse. La parábola advierte que aquel siervo, en realidad prefirió esconder su vida en un agujero, en una avara y egoísta tranquilidad. Y tal vez es ahí donde está el miedo. Miedo no tanto de su señor sino de perder su tranquilidad avara. Jesús, con esta parábola, por una parte desvela la ambigüedad de aquel que se contenta siendo como es, sin ningún deseo de cambiar, sin ninguna aspiración de transformar su vida y –por qué no– sin ninguna ambición por que la vida de todos sea más feliz. Por otra parte enseña que el reino de los Cielos empieza cuando cada uno de nosotros, pequeño o grande, fuerte o débil, no se cierra en la avaricia y en codicia recluyéndose en sí mismo, sino que se abre a la vida, al compromiso por cambiar su corazón, al deseo activo de aliviar la vida de los más débiles, de que este mundo nuestro esté más cerca del Evangelio. Así se multiplicará nuestra vida, así nuestra debilidad se convertirá en fuerza, así nuestra pobreza se transformará en riqueza, así nuestra alegría será plena: «¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.