ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esdras 3,1-13

Llegado el séptimo mes, los israelitas estaban ya en sus ciudades y entonces todo el pueblo se congregó como un solo hombre en Jerusalén. Josué, hijo de Yosadaq, con sus hermanos los sacerdotes, y Zorobabel, hijo de Sealtiel, con sus hermanos, se pusieron a reconstruir el altar del Dios de Israel, para ofrecer en él holocaustos, como está escrito en la Ley de Moisés, hombre de Dios. Erigieron el altar en su emplazamiento, a pesar del temor que les infundían los pueblos de la tierra, y ofrecieron en él holocaustos a Yahveh, holocaustos de la mañana y de la tarde; celebraron la fiesta de las Tiendas, según está escrito, con el número de holocaustos cotidianos establecidos según el rito de cada día; después, ofrecieron el holocausto perpetuo y los de los sábados, novilunios y todas las solemnidades consagradas a Yahveh, además de lo que cada uno quería ofrecer voluntariamente a Yahveh. Desde el día primero del séptimo mes, comenzaron a ofrecer holocaustos a Yahveh, aunque no se habían echado todavía los cimientos del santuario de Yahveh. Se dio entonces dinero a los canteros y a los carpinteros; a los sidonios y a los tirios se les mandó víveres, bebidas y aceite, para que enviasen por mar a Joppe madera de cedro del Líbano, según la autorización de Ciro, rey de Persia. El año segundo de su llegada a la Casa de Dios en Jerusalén, el segundo mes, Zorobabel, hijo de Sealtiel, y Josué, hijo de Yosadaq, con el resto de sus hermanos, los sacerdotes, los levitas y todos los que habían vuelto del destierro a Jerusalén, comenzaron la obra; designaron a algunos levitas, de veinte años en adelante, para dirigir las obras de la Casa de Yahveh. Josué, sus hijos y sus hermanos, Cadmiel y sus hijos, los hijos de Hodavías, se pusieron como un solo hombre a dirigir a los que trabajaban en la obra de la Casa de Dios. En cuanto los albañiles echaron los cimientos del santuario de Yahveh, se presentaron los sacerdotes, revestidos de lino fino, con trompetas, y los levitas, hijos de Asaf, con címbalos, para alabar a Yahveh según las prescripciones de David, rey de Israel. Cantaron alabando y dando gracias a Yahveh: "Porque es bueno, porque es eterno su amor para Israel." Y el pueblo entero prorrumpía en grandes clamores, alabando a Yahveh, porque la Casa de Yahveh tenía ya sus cimientos. Muchos sacerdotes, levitas y jefes de familia, ya ancianos, que habían conocido con sus propios ojos la primera Casa, sobre sus cimientos, lloraban con grandes gemidos, mientras que otros lanzaban gozosos clamores. Y nadie podía distinguir los acentos de clamor jubiloso de los acentos de lamentación del pueblo, porque el pueblo lanzaba grandes clamores, y el estrépito se podía oír desde muy lejos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hay una gran efervescencia en Jerusalén: están por comenzar los trabajos de reconstrucción del templo, destruido por los babilonios durante la ocupación de la ciudad en el 587. El templo era considerado el lugar privilegiado del encuentro con el Dios de Israel, sobre todo desde el tiempo del rey Josías, cuando se habían destruido otros santuarios. Alrededor de la casa de Dios se reconstruye la unidad del pueblo: "se congregó todo el pueblo como un solo hombre en Jerusalén". En una situación de división, de extravío, de dificultad y de pobreza, poderse encontrar juntos en la casa del Señor y dirigirse a Él significa reconstruir un sentir común. Dirigir nuestros pensamientos al Señor y a su casa nos libra de la esclavitud de quedar atrapados en los intereses individuales. Vuelven a la mente las palabras de David cuando se propuso construir un templo al Dios de Israel: "Cuando el rey se estableció en su casa y Yahvé le concedió paz de todos sus enemigos de alrededor, dijo el rey al profeta Natán: «Mira, yo habito en una casa de cedro mientras que el arca de Dios habita en una tienda de lona» (2 S 7,1-2). ¡Cuántas preocupaciones se tienen por la propia casa y qué pocas por la de Dios! El libro de Esdras nos comunica el valor de un compromiso por la casa del Señor, activo y concreto. Nombra a los que contribuyen de diferentes formas a comenzar su construcción. El esfuerzo común construye sintonía, crea unanimidad, comunión. Repite que eran "un solo hombre": "Josué, sus hijos y sus hermanos, Cadmiel y sus hijos, los hijos de Hodavías, se pusieron como un solo hombre a dirigir a los que trabajaban en la obra del templo de Dios". No podemos aceptar vivir en la casa de Dios divididos, siguiendo cada uno su propio interés o el de su grupo. En la casa de Dios se entrelazan la alabanza y el llanto, porque diferentes son los sentimientos de los que se han unido para edificarla. Pero el Señor acepta ambos. Ninguna oración resulta ajena a nuestro Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.