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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Maximiliano Kolbe, sacerdote mártir del amor, que en el campo de concentración de Auschwitz aceptó morir para salvar la vida de otro hombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 14 de agosto

Recuerdo de san Maximiliano Kolbe, sacerdote mártir del amor, que en el campo de concentración de Auschwitz aceptó morir para salvar la vida de otro hombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 17,9-27

El corazón es lo más retorcido;
no tiene arreglo: ¿quién lo conoce? Yo, Yahveh, exploro el corazón,
pruebo los riñones,
para dar a cada cual según su camino,
según el fruto de sus obras. La perdiz incuba lo que no ha puesto;
así es el que hace dinero, mas no con justicia:
en mitad de sus días lo ha de dejar
y a la postre resultará un necio. Solio de Gloria, excelso desde el principio,
es el lugar de nuestro santuario... Esperanza de Israel, Yahveh:
todos los que te abandonan serán avergonzados,
y los que se apartan de ti, en la tierra serán
escritos,
por haber abandonado el manantial de aguas vivas,
Yahveh. Cúrame, Yahveh, y sea yo curado;
sálvame, y sea yo salvo,
pues mi prez eres tú. Mira que ellos me dicen:
"¿Dónde está la palabra de Yahveh? ¡vamos, que
venga!" Yo nunca te apremié a hacer daño;
el día irremediable no he anhelado;
tú lo sabes:
lo salido de mis labios
enfrente de tu faz ha estado. No seas para mí espanto,
¡oh tú, mi amparo en el día aciago! Avergüéncense mis perseguidores, y no me avergüence yo;
espántense ellos, y no me espante yo.
Trae sobre ellos el día aciago,
y con doble quebrantamiento quebrántalos. Yahveh me dijo así: Ve y te paras a la puerta de los Hijos del pueblo, por la que entran los reyes de Judá y por la que salen, y asimismo en todas las puertas de Jerusalén, y les dices: Oíd la palabra de Yahveh, reyes de Judá, y todo Judá y los habitantes de Jerusalén que entráis por estas puertas. Así dice Yahveh: "Guardaos, por vida vuestra, de llevar carga en día de sábado y meterla por las puertas de Jerusalén. No saquéis tampoco carga de vuestras casas en sábado, ni hagáis trabajo alguno, antes bien santificad el sábado como mandé a vuestros padres. Mas no oyeron ni aplicaron el oído, sino que atiesaron su cerviz sin oír ni aprender. Que si me hacéis caso - oráculo de Yahveh - no metiendo carga por las puertas de esta ciudad en sábado y santificando el día de sábado sin realizar en él trabajo alguno, entonces entrarán por las puertas de esta ciudad reyes que se sienten sobre el trono de David, montados en carros y caballos, ellos y sus oficiales, la gente de Judá y los habitantes de Jerusalén. Y durará esta ciudad para siempre. Y vendrán de las ciudades de Judá, de los aledaños de Jerusalén, del país de Benjamín, de la Tierra Baja, de la Sierra y del Négueb a traer holocaustos, sacrificios, oblaciones e incienso y a traer ofrendas de acción de gracias a la Casa de Yahveh. Pero si no me oyereis en cuanto a santificar el sábado y no llevar carga ni meterla por las puertas de Jerusalén en sábado, entonces prenderé fuego a sus puertas, que consumirá los palacios de Jerusalén, y no se apagará.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

¿Qué somos ante Dios, más allá del orgullo que a veces nos lleva a ensalzarnos? ¿Qué son nuestros sentimientos y nuestros pensamientos? Sí, nuestro corazón no es de fiar «no tiene arreglo: ¿quién lo conoce?». No podemos hacer más que dar la razón al profeta, que nos pone ante la fragilidad de nuestros pensamientos y de nuestros sentimientos, que a menudo dominan nuestra vida y nuestras decisiones. A veces basta con un inconveniente, una dificultad, un momento difícil para que cambiemos de humor y de actitud. El Señor, a través de su palabra, nos ayuda a descifrarnos a nosotros mismos, a comprendernos profundamente y también a comprender a los demás. Hay un humanismo que es fruto de frecuentar las páginas de la Biblia y que nos hace a todos mejores, porque nos ayuda a comprender profundamente la vida y la historia. Así, cada uno de nosotros, tal vez con un poco menos de orgullo, consciente de la fragilidad de su vida, se dirige con el profeta al Señor: «Cúrame, Señor, y sea yo curado; sálvame, y sea yo salvo, pues tú eres mi alabanza». En la debilidad no necesitamos escondernos o avergonzarnos, y podemos encontrar fuerza en el Señor, seguros de que nos ayudará. «El que se gloríe, gloríese en el Señor», dirá el apóstol Pablo retomando Jeremías 9,22-23, consciente de la fuerza que viene del Señor. Sí, a veces nos podrá asaltar la duda ante las dificultades y ante el mundo que nos rodea, cuando nos parecerá oír la misma pregunta que oyó el profeta: «¿Dónde está la palabra del Señor? ¡vamos, que venga!». No debemos tener miedo, porque el Señor no abandona a sus siervos, a aquellos que confían en él. Por eso el Señor continúa hablando al profeta, para que ayude a su pueblo a escuchar, poniéndose en la puerta de la ciudad y pidiendo a la gente que observe el sábado, día consagrado al Señor. «Mas –lamenta el profeta– no oyeron ni aplicaron el oído, sino que atiesaron su cerviz sin oír ni aprender». Todos necesitamos escuchar. Pero muchas veces nos empeñamos en seguirnos y escucharnos solo a nosotros mismos. Pongamos nuestra confianza en el Señor, para que su palabra transforme nuestro corazón y nuestra vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.