ORACIÓN CADA DÍA

Oración por la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por la Iglesia
Jueves 21 de marzo


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Juan 8,51-59

En verdad, en verdad os digo:
si alguno guarda mi Palabra,
no verá la muerte jamás.» Le dijeron los judíos: «Ahora estamos seguros de que tienes un demonio. Abraham murió, y también los profetas; y tú dices: "Si alguno guarda mi Palabra,
no probará la muerte jamás." ¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?» Jesús respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo,
mi gloria no valdría nada;
es mi Padre quien me glorifica,
de quien vosotros decís: "El es nuestro Dios", y sin embargo no le conocéis,
yo sí que le conozco,
y si dijera que no le conozco,
sería un mentiroso como vosotros.
Pero yo le conozco, y guardo su Palabra. Vuestro padre Abraham se regocijó
pensando en ver mi Día;
lo vio y se alegró.» Entonces los judíos le dijeron: «¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?» Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo:
antes de que Abraham existiera,
Yo Soy.» Entonces tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del Templo.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

"En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi palabra, no verá la muerte jamás." Esta afirmación que abre el pasaje evangélico de este día habla claramente de la fuerza liberadora de la Palabra de Dios. Es verdaderamente extraordinario que, mientras el Señor quiere regalarnos la vida "eterna" (que no acaba con la muerte), nosotros en cambio nos resistamos a sus palabras. Muchos miran con desconfianza y hostilidad el ofrecimiento generoso que el Señor hace de una vida diferente, más humana y llena de sentido; hay como un rechazo por nuestra parte de este amor tan grande. Si acaso, se acepta el Evangelio a condición de que sea menos exigente, que no moleste demasiado, que no pretenda cambiar demasiado la vida y las costumbres. Es fácil que incluso nosotros nos sumemos a la pregunta de los que querían poner en duda la autoridad de Jesús: "¿Eres tú acaso más grande que Abrahán?". La intención era quitarle aristas al Evangelio, vaciarlo de su fuerza, rebajarlo hasta la normalidad. "¿Por quién te tienes a ti mismo?", le dicen con descaro. En efecto, solo Dios puede vencer la muerte, y esto es precisamente el Evangelio, la buena noticia, que Jesús ha venido a traer al mundo. Si el Evangelio pierde esta profecía suya, se diluye su alteridad respecto al mundo; si no indica la meta del cielo es como matarlo. Jesús responde una vez más que él no se exalta a sí mismo: sus palabras provienen del conocimiento directo del Padre que está en los cielos. Es él quien lo ha enviado, y se presenta como el primero que escucha y obedece. Si nos encerramos en nuestro egocentrismo, nos pareceremos fácilmente a aquellos que escuchaban a Jesús, que primero critican a Jesús con hastío y luego recogen piedras para lapidarlo. Las piedras son también nuestros sentimientos y conductas, que bloquean el Evangelio y su fuerza. El Señor quiere discípulos que sepan escucharlo y acoger el amor del Padre, que quiere la salvación de todos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.