ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

El miércoles hemos comenzado la Cuaresma. Son cuarenta días que nos preparan para la Pascua. Así como Jesús hizo frente al mal durante cuarenta días en el desierto, así este tiempo nos invita a luchar contra toda división y enemistad en nuestro corazón y en este mundo. Cambiar significa aprender a querer de quien es el maestro del amor. La Cuaresma es un tiempo de perdón y de alegría, porque reencontramos nuestro corazón escuchando a un padre que nos ama y nos perdona. ¿Por qué cambiar? Porque nos lo pide el Señor; él quiere lo mejor para nosotros. Jesús quiere la alegría de los suyos, una vida hermosa llena de hermanos y hermanas, no una vida tediosa, endurecida o triste, que se agota en sí misma, que obedece a la terrible ley del amor por uno mismo. Debemos preguntarnos si no somos pobres en el amor, fríos, miedosos, agresivos, infieles, inconstantes, llenos de rencor, dominados por el orgullo instintivo, e interrogarnos si nuestro corazón no se llena demasiado fácilmente de temores y enemistades, de desconfianzas y hostilidades. Viviendo de este modo caemos de nuevo irremediablemente en la tristeza de una vida solitaria.
El hombre, que era polvo, se convierte en un ser viviente cuando el Señor Dios -así continúa la Escritura- insufló sobre sus narices aliento de vida; y fue el mismo Señor quien puso al hombre en el jardín que había plantado. Esta era la voluntad del Señor sobre la vida de los hombres, que todos habitasen en un jardín florido. Pero el hombre no quiso escuchar la Palabra de Dios, prefiriendo la voz falsa y cautivadora de la serpiente. El hombre perdió aquel jardín y vivió en un desierto, como nos cuenta el libro del Génesis. El jardín de la vida se transforma en desierto cuando el hombre prefiere escuchar otras voces en lugar de la de Dios. El mundo, nuestras ciudades, nuestros corazones, se parecen con frecuencia al desierto porque preferimos la sugestión de la serpiente a la Palabra de Dios; de este modo nos encontramos desnudos de cariño, de amistad, de dignidad, de sentido de la vida. Y como hicieron Eva y Adán, cada uno acusa al otro para salvarse a sí mismo. Cuando no se escucha al Señor incluso los más íntimos se vuelven enemigos unos de otros, y la vida se convierte en un desierto dominado por el antiguo tentador, que continúa empujando imperturbable a los hombres a escucharse a sí mismos más que al Señor, y a acusarse recíprocamente en vez de amarse. En definitiva, en el desierto de este mundo la búsqueda del propio interés se convierte en la ley suprema.
Jesús ha venido a este desierto para no abandonarnos, para mostrarnos hasta dónde llega su amor, y también Él, como nosotros, se somete a las tentaciones. El Evangelio nos enumera tres, de las que la primera es la del pan. Esta llega en el momento propicio, cuando Jesús, tras cuarenta días de ayuno, se encuentra extenuado por el hambre. Aquí podemos leer la tentación de satisfacernos solo a nosotros mismos, de pensar solo en nuestro propio bienestar. Jesús, debilitado por el ayuno, tiene motivos más que razonables para ceder a las insinuaciones del tentador, pero responde con la única verdadera fuerza del hombre, la de la Palabra de Dios: "No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4). Después el diablo lleva a Jesús sobre el alero del templo y lo desafía: "Tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará". Es la tentación del protagonista que no ve a nadie más que a sí mismo, y pretende que todas las cosas se centren en él, que todos, incluso los ángeles, giren en torno a él. Y finalmente la tentación del poder: "Todo esto te daré", dice el diablo a Jesús mientras le muestra desde un monte todos los reinos del mundo. Pero Jesús proclama su libertad frente al poder afirmando que uno se postra sólo ante Dios: "Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto". ¡Cuántas veces se ha creído poder hacer uso de las cosas, para acabar siendo esclavo de ellas! En el desierto, dominado por las palabras falsas del antiguo tentador, Jesús reafirma cada vez: "Está escrito...". Es con el Evangelio, que se repropone continuamente, que Jesús vence las tentaciones y aleja al diablo: "¡Apártate, Satanás!" Y aquel desierto se transforma en un jardín de vida; Jesús ya no está solo y abandonado al hambre y la aridez: llegan los ángeles, se le acercan y le sirven.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.